jueves, 17 de mayo de 2018

EL DESCONCIERTO

Ya lo contó Eve Ensler en su libro De pronto, mi cuerpo: la enfermedad te revela que tienes un cuerpo que no conocías, y que ese cuerpo es tu enemigo. Los sanos no sabemos nada de esto. Vivimos como cabezas que se desplazan. Percibimos nuestro cuerpo vagamente. Sabemos que goza, que se cansa, que se impacienta. Pero no lo conocemos. Nuestro cuerpo es esa entidad difusa por la que la gente nos reconoce, nos quiere o nos desea, una entidad que usamos con despreocupación y cuyo funcionamiento ignoramos alegremente. Es necesaria esa ignorancia. Esa inconsciencia. Esa alegría al mirarnos en el espejo y limitarnos a aprobar o desaprobar las minúsculas alteraciones de la superficie. Los sanos no sabemos casi nada de nuestro cuerpo. Afortunadamente. Sólo los que acostumbran a convivir con la enfermedad saben que más vale no conocer tu cuerpo, porque cuando este se presenta casi siempre es en son de guerra.

Cáncer de colon, anuncian los médicos. Y parece de pronto como si ese nombre designara un ejército invasor, un enemigo al que hay que oponerse. Hay que admitir que la metáfora bélica es tentadora. Al igual que la psicología positiva (aquel mantra de si quieres, puedes), ofrece un consuelo inmediato. Pero la tentación está vacía y el consuelo es falso. Tanto Barbara Ehrenreich (en Sonríe o muere) como Susan Sontag (en La enfermedad y sus metáforas) se dedicaron a desmontar, desde su punto de vista de enfermas, la falacia que presenta la enfermedad como algo separado del cuerpo y la curación como una responsabilidad emocional del paciente. Pero si la enfermedad no es el enemigo, ¿qué haces con ella? ¿Cómo le hablas en la frialdad de un pasillo de hospital? ¿Contra qué aprietas los dientes, maldices, chillas, sollozas, luchas, te rindes?

Fluida, aguda, lúcida, absorbente, la prosa de Begoña Huertas hurga en la enfermedad de su propio cuerpo con la voluntad de observar para comprender. Se siente, a la vez, "torpe, marcada, contenta, cansada, rota, valiente, triste, impaciente". Su cuerpo es una vorágine de emociones y amenazas que a menudo su mente es incapaz de asimilar. Su cuerpo como obstáculo, como prisión, como un amasijo de cadenas que ella se esfuerza en arrastrar para recuperar a toda costa el acceso a la risa, a la vitalidad y a las ganas de hacer cosas. Para huir de ese momento tan conocido ya, tan cercano, en el que el mundo se ralentiza y ya no queda "suficiente música dentro para hacer que la vida baile".

"Quizás uno no se rebela contra la enfermedad sino contra una misma, defendiendo el yo que se ha sido hasta entonces del nuevo yo extraño que la enfermedad impone". El yo de antes reía, se interesaba por el cine, los libros, los diminutos dramas de los amigos en torno a una cerveza en una terraza. El yo de antes sentía la vida agitarse hacia la vida, con la posibilidad de la muerte totalmente oculta tras las rutinas cotidianas. El yo de ahora, sin embargo, vive enredado en la telaraña del dolor y observa el temblor de la muerte en el miedo de los demás cuando se esfuerzan por darle ánimos: qué valiente eres, qué ejemplo de entereza, qué bien te veo. Pero ella sabe, los enfermos saben, que, como escribió Steinbeck en Las uvas de la ira, "no se necesita valor para hacer una cosa cuando es lo único que puedes hacer". 

Qué difícil se vuelve la comunicación entre los enfermos y los sanos. Los primeros han aprendido la fragilidad y la caducidad de su cuerpo, la facilidad con que ese organismo en el que vivimos puede traicionarnos y derrumbarse. Los segundos, felices ellos, siguen creyendo que la enfermedad y la muerte son ideas, filosofía de la que ocuparse en la vejez: mientras el cuerpo responda como siempre seguirán pensando que son inmortales. Los primeros evitan hablar abiertamente de su dolor para no ser malinterpretados o juzgados. Los segundos evitan a los que hablan de su dolor para no tener que recordar que eso mismo les podría pasar a ellos. Y así, la enfermedad destruye las habituales autopistas de comunicación entre las personas y las sustituye por puentes colgantes, frágiles y bamboleantes, por los que transitan tímidamente las conversaciones, escasas, asustadas, siempre con miedo de perder pie y caerse. 

Porque, aceptémoslo, es intolerable no pasarse el día sonriendo. La sociedad nos empuja al entusiasmo y nos dice que si estamos decaídos es culpa nuestra. ¿Cáncer de pulmón? Seguro que fumaba. ¿Cáncer de hígado? Alcohólico fijo. ¿Diabetes? Normal, con lo que come. Pero, sobre todo, no te rindas. Si estás enfermo, debes luchar. Tu lucha será tu expiación. La expiación por haber faltado a tu deber de estar sano. No hay nada más escandaloso que un enfermo que se rinde. Y nada más feo que un cuerpo que se deteriora. 

He leído este libro con fascinación. Con empatía, con admiración. Pero también con la sensación de no lograr entenderlo del todo. Me asomo al abismo en el que la autora ha estado, y donde ella ve caminos, indicaciones y enseñanzas yo sólo veo oscuridad. He leído este libro con un escalofrío en la espalda. La muerte está ahí, susurrando, en muchas páginas. Pero también con la alegría del que comprende por primera vez muchas cosas gracias a la voz de la autora, estupenda intérprete del doloroso galimatías de emociones y necesidades incomprendidas que provoca en cualquier cuerpo vivir en la tierra de nadie de la enfermedad. 

La enfermedad te revela que tienes un cuerpo que no conocías, y que ese cuerpo es tu enemigo. Pero ese cuerpo también eres tú. Por desconcertante que parezca, tu enfermedad eres tú. Aunque te cambie. Aunque te trastoque la identidad y te vuelva insoportablemente vulnerable. Este libro de Begoña Huertas es la búsqueda de un orden en el caos, un paso atrás en medio del horror para intentar ver el dibujo completo del puzle. Para poner una mano abierta en la frente de nuestro dolor y calmar, aunque sea por unos minutos, la fiebre del desconcierto. 



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