viernes, 23 de marzo de 2018

PEQUEÑOS FUEGOS POR TODAS PARTES

Este es un libro estupendo. No de los que dejan una huella imborrable. No de los aceleran el corazón y hacen cancelar citas con chicas irresistibles. No. Es un libro sencillamente estupendo. Y es que ir por la vida saltando de libro estratosférico en libro estratosférico puede convertir el acto de leer en una carrera agotadora. Algo así como vivir en un constante enamoramiento, sumido en esa ansiedad taquicárdica donde los matices se disuelven en un deslumbramiento diario. Para bajar de esa nube de vez en cuando vienen muy bien libros como este, con una historia sencilla y absorbente y una variedad de lecturas posibles que, aunque parezcan apelar más a la razón que al corazón, esconden personajes muy bien dibujados con chispas ocultas capaces de encender pequeños fuegos por todas partes. 

Nos encontramos en una comunidad llamada Shaker Heights. Si pincháis en el enlace veréis que existe de verdad. Está a las afueras de Cleveland y es... Bueno, la típica zona residencial con sus mansiones perfectas y su césped perfecto y sus normas perfectas que hemos visto tantas veces en las películas norteamericanas. Los fieles que la fundaron a principios del siglo XX "creían que regulándolo todo se podía crear un pequeño paraíso terrenal". Y la familia Richardson está tan arraigada en Shaker que la ideología del lugar, basada en el afán de éxito y una instintiva intolerancia a los defectos, ha llegado a impregnar la forma de pensar y de actuar de todos sus miembros. Acercar el mundo a la perfección, ese es su lema. Y lo hacen con el virtuosismo despreocupado con el que un violinista ajusta, sin mirar, la clavija de su violín para afinarlo. 

"Las reglas existían por una razón muy sencilla: si las seguías te iba bien en la vida; en caso contrario, corrías el peligro de incendiar el mundo". Pero, ¿quién es capaz de seguir las reglas siempre, de ceñir sus deseos y su individualidad al mismo camino trillado de lo que otros llaman virtud? 

Me gusta el cariño con que la autora trata a sus personajes. Su inteligencia para introducirse en sus motivaciones y hacerles resolver rompecabezas de un solo vistazo, con esa lógica inmediata que no pasa por el filtro trabajoso de los razonamientos; hacerles mirar el mundo con el asombro cándido de quien lo está descubriendo por primera vez; y hacernos mirar a nosotros, sus lectores, la maternidad desde muchos puntos de vista, como un experto minerólogo mostraría a su público los distintos reflejos que proyectan los minerales cristalinos. 

Y es que ese es el tema principal del libro. La maternidad. "Para una madre, un hijo no es sólo una persona, sino también un lugar: una especie de Narnia, un reino vasto y eterno en el que se confunden el pasado, el presente y el porvenir". Un lugar que una madre anhela, envidia, y que, una vez alcanzado, debe proteger a toda costa de aquellos que no han aprendido a mantenerse alejados del fuego. Un lugar que lo cambia todo: el cuerpo, el futuro, la pareja, el amor, los sueños. Un lugar inabarcable en perpetuo cambio. 

Celeste Ng
La señora Richardson "siempre había sabido lo peligroso que era el fuego, la asombrosa facilidad con que se propagaba, subiendo veloz por los muros y las zanjas. Así que más valía vigilar su chispa, pasándola con cuidado de una generación a otra como una antorcha olímpica. O quizá se tratara más bien de salvaguardarla celosamente como recuerdo del bien que anida en el ser humano: una llama eterna que nunca debía quemar nada". 

Difícil, llevar esa llama dentro y no quemar nada. 
Difícil cuando tu rebeldía no cabe en el estricto mundo de normas que te rodea. 
Difícil resistirse a callarse ante una injusticia cuando una puede rebelarse sembrando pequeños fuegos por todas partes. 



miércoles, 21 de marzo de 2018

LA BALADA DE LA CÁRCEL DE READING

Suena el eco de unos pasos en una esquina de la Rue des Beaux-Arts. Oscar Wilde vuelve cansado al hotel en el que vive, por encima de sus posibilidades, desde hace ya unas semanas. Lejos queda la fama del dandi londinense, lejos queda la elegancia del porte y la respuesta afilada e ingeniosa que siempre se ocultaba bajo su sonrisa. Ahora, en este otoño de 1900, con el cuerpo enfermo y el alma destruida, deambula por la ciudad de la luz recordando el amor que le llevó a la ruina y aquella frase con la que quizá un día consolara sus noches carcelarias y que ya no le evoca más que frío y desolación: Aquel que vive más de una vida / ha de morir más de una muerte.

La historia es conocida aunque no está de más recordarla. Oscar Wilde, en la cima de su carrera, fue condenado a dos años de trabajos forzados por ser homosexual. Su vida privada se sometió a escarnio público y su amante, Lord Alfred Douglas, se desentendió de él. El amor que no se atreve a decir su nombre, ese que inspiró a los filósofos griegos, a Miguel Ángel, a Shakespeare, fue la ofensa criminal que lo llevó a la cárcel y que terminó destruyendo al hombre que era. 

Tras su liberación, en 1897, huyó de Inglaterra y se estableció en Francia, donde escribió La Balada de la Cárcel de Reading, un largo poema en estrofas de seis versos dedicado a un compañero de prisión que fue ahorcado por asesinato. Pero el poema va mucho más allá del horror ante una ejecución. Es un grito desgarrado, una queja amarga contra la suciedad, la brutalidad, la vulgaridad y las privaciones que despojan a la muerte de su idea redentora, dejándola en lo que se ve y se siente: carne, sangre y dolor. 

Nunca vi a hombres tan tristes que miraran
con tal anhelo en los ojos
ese pequeño dosel azul
que los reclusos llamamos cielo,
y cada nube feliz que pasaba
tan extrañamente libre.

Me ha recordado a aquellos poetas ingleses que, veinte años después de Wilde, escribieron sobre la Gran Guerra (recopilados en la fantástica antología Tengo una cita con la muerte, de la editorial Linteo). Heroicos en los primeros meses de contienda, sus versos se volvieron desesperados y oscuros a partir de la Batalla del Somme, cuando dejaron de idealizar la muerte y la guerra pasó de ser banderas, sonrisas y honor para convertirse en barro, sangre y sinsentido.

Oscar Wilde

Se sabe que las flores sanan / la desesperación de cualquier hombre, y la cárcel de Reading, como todas las cárceles, no era más que ladrillo y pedernal, donde nada podía crecer de su suelo de piedra. Qué duro debió de ser, para un hombre acostumbrado a la belleza y a la delicadeza, pasar dos años sometido al régimen carcelario. Pasear en círculos, dando vueltas y vueltas, con el horror volando por la cabeza de cada desdichado, ante la mirada arrogante de los guardias vigilando a su manada de bestias. Pasear como animales con la esperanza golpeada por los golpes y los trabajos forzados que humillan y torturan el cuerpo, y por la certeza, cada día más nítida, de haber sido traicionado y olvidado por aquél que más había amado, su querido Lord Alfred Douglas.

Y hostigan al débil y azotan al loco
y se mofan del viejo
y unos enloquecen y todos se envilecen
y nadie puede decir nada.

Esta balada es un grito de un alma sensible que fue enjaulada en un infierno por haberse atrevido a pensar que su forma de amar podía ser comprendida por los demás. Un dedo acusador que clama contra la inhumanidad de la cárcel y la desesperación terrible e infinita que provoca en cada recluso ese vil confinamiento.

Olvidados de todos, nos pudrimos y pudrimos
heridos en cuerpo y alma.

Suena el eco de unos pasos en una esquina de la Rue des Beaux-Arts. Oscar Wilde vuelve cansado al hotel en el que vive, y recuerda aquellos versos que compuso de un tirón tres años antes, cuando la herida de la cárcel seguía abierta y palpitante y la posibilidad de empezar de nuevo todavía se podía acariciar con algo de ilusión. Enfermo, cansado, herido por una sociedad que se complació en arrastrar su vida privada por el lodo, sigue mirando con ojos tristes y anhelantes ese pequeño dosel azul que los reclusos llaman cielo. 

Placa en la Rue des Beaux-Arts, en París



lunes, 19 de marzo de 2018

PEQUEÑO PAÍS

El país que uno se lleva consigo cuando emigra no es un país. Es la luz del atardecer sobre el agua de aquel estanque, es la mano ligera de tu hermana que se posa sobre tu hombro para pedirte un favor, la risa descontrolada de tu primo pequeño mientras te tira un copo de avena de su desayuno, las cosquillas de una hormiga caminando por tu pie y tus ojos observando su vagabundeo errático y delicioso. 

El país que uno se lleva consigo cuando emigra es el calor que uno extrae de la memoria para sobrevivir al frío del lugar de acogida. La lluvia tropical, cálida y llena de vida que uno recuerda para soportar la gelidez de la gente, de los vecinos y los camareros de esos países europeos cuya humanidad parece petrificada como áreas de servicio vacías en invierno. 

El país de Gaël Faye es Burundi. Su pequeño país. A muchos europeos nos cuesta situarlo en el mapa. Incluso encontrarlo. Se halla en el centro de África y es más pequeño que Galicia. Verde, tropical, extremadamente pobre, es tristemente conocido por el genocidio ruandés de los años noventa, que afectó de lleno a su población y que desembocó en una guerra civil que hoy en día sigue sembrando de muertos las cunetas y que parece no tener fin. Hutus contra tutsis, tutsis contra hutus, ¿cuándo se empezó a dividir el mundo entre amigos y enemigos? 

Esto mismo se pregunta el joven protagonista de la novela: 
"- Papá, ¿la guerra entre los tutsis y los hutus es porque no tienen el mismo territorio?
- No, no es eso, están en el mismo país. 
- Entonces, ¿no hablan la misma lengua?
- Sí, la lengua que hablan es la misma. 
- Entonces, ¿es porque no tienen el mismo dios?
- Sí, sí tienen el mismo dios. 
- Entonces, ¿por qué están en guerra?
- Porque no tienen la misma nariz". 

Para un niño de diez años, de padre francés y madre ruandesa tutsi, la cuestión no está nada clara. Tiene amigos hutus y tutsis, y amigos con la nariz tan poco definida que uno no sabe qué pensar sobre su etnia. ¿Por qué definir a una persona por su nariz o su estatura? 

Y ahora, veinte años después, se pregunta: ¿cuándo empezó aquello? ¿Cuándo empezamos a desconfiar, a ver al otro como un peligro, un extraño al que atacar o del que huir? ¿Cuándo empezamos a convivir con la idea de la muerte, a domesticarla para que, dentro de lo posible, no nos clavara los dientes con cada noticia de un pariente asesinado, con cada bala perdida haciendo estallar una ventana de la clase de Historia? 

Gaël Faye
En esta novela dulce y sobrecogedora se esconde parte de la infancia del autor en su pequeño país devastado por el genocidio. Huyó de él con su hermana pequeña para salvar la vida, y tras veinte años de exilio, regresa a los lugares donde creció buscando los restos de un pasado que sigue palpitando en su memoria. Pero su país ya no es su país. Los grandes árboles del barrio fueron talados, enormes muros rematados por alambre de púas ocuparon el lugar de aquellos pacíficos setos de buganvillas. Su país se perdió en el pasado, al igual que su infancia. Y sólo una voz en la oscuridad es capaz de traerle de vuelta, con un escalofrío, la belleza y el dolor de aquellos luminosos días de juegos con sus antiguos amigos.  

El país que uno se lleva consigo cuando emigra no es un país, sino las personas que lo habitaron. Uno no se exilia de un país, sino de sus seres queridos. Sin ellos, el país no es más que una cáscara vacía, una partitura escrita para unas voces concretas que, sin ellas, no es más que tinta y papel. Gaël Faye lleva años poniendo voz y música a esa partitura con sus canciones. Esta novela es su canto de amor más completo y personal al mundo roto de su infancia, un homenaje a todos los que murieron y a los que la guerra y el odio expulsaron por el mundo para convertirlos en seres errantes en busca de un lugar donde descansar y recordar, en paz, su amor por su pequeño país. 



viernes, 16 de marzo de 2018

LA VIRGEN ROJA

Cuando viví en París, pasaba por Louise Michel casi todos los días. Era la penúltima estación de metro antes de bajarme en la última parada de la línea 3, en el barrio de Levallois, y andar los diez minutos que me separaban de mi estudio cerca del Sena. Al igual que Austerlitz, Wagram o Solferino, el nombre de Louise Michel era poco más que un puntito en el mapa de metro, una estación como las demás, entrevista a través de las ventanas de los vagones. Pero a diferencia de estas, cuya sonoridad pronto empezó a evocarme batallas napoleónicas, ese nombre femenino seguido de otro masculino, Louise Michel, se quedó en mi memoria sin su referencia histórica, sirviendo solamente de recordatorio de que ya estaba llegando a casa.

Hasta que he leído este cómic de Mary y Bryan Talbot y el nombre de Louise Michel ha explotado en mi cabeza con miles de resonancias: la Comuna de París, revolución, educación, resistencia, feminismo, barricadas, violencia, tenacidad, lucha, utopía, y he recordado su estatua en el maravilloso Parc de la Planchette, en Levallois, que tantas veces recorrí, y su nombre pronunciado en alguna clase casi olvidada de historia francesa, y me he dado cuenta de que Louise Michel seguirá siendo el puntito verde caqui en el mapa de metro, y la sensación de llegar a casa, y a partir de ahora también el nombre de una mujer temeraria y visionaria que hace casi ciento cincuenta años luchó por unos ideales revolucionarios muy parecidos a los que alimentan nuestras luchas hoy en día.

La historia de Louise Michel es turbulenta. Tras la derrota del ejército francés en la guerra franco-prusiana, los parisinos se negaron a rendirse y aprovecharon el vacío de poder para formar un gobierno cooperativo y social que paliara la escasez de comida y la frágil situación de su población. Sólo tuvieron diez semanas, de marzo a mayo de 1871. Y sin embargo, sentaron un precedente que inspiró a miles de mujeres y hombres en las décadas posteriores. Un precedente de justicia social, de economía distributiva, de resistencia pacífica a la violencia y de educación feminista.

Sus objetivos principales eran tremendamente ambiciosos: alojar a los sin techo en casas abandonadas, abolir la guillotina, crear fondos de subsistencia para familias sin recursos, conceder pensiones para viudas de guerra, expropiar los bienes de la Iglesia, crear guarderías gratuitas y cooperativas de trabajadoras en cada barrio, expulsar a la Iglesia de las escuelas y de los hospitales y controlar los medios de producción. En una época tan represiva y conservadora como fue la segunda mitad del siglo XIX (a diferencia de la primera mitad, que fue un hervidero de revoluciones), estas intenciones eran vistas como obras del demonio y fueron reprimidas con una violencia sin precedentes hacia una población civil.

En poco más de una semana, las tropas del gobierno dejaron más de veinte mil muertos, la mayoría civiles. Fue una masacre. Louise, educadora y poeta y una de las cabezas más visibles de la Comuna, fue condenada a dos años de prisión, tras los que fue deportada a Nueva Caledonia, una isla situada a quinientos kilómetros de la costa australiana. 

Gracias a una amnistía, regresó en 1880 y fue recibida en París como una heroína. Nada más llegar se lanzó de cabeza a la refriega política. Se pasó sus días entrando y saliendo de la cárcel, exigiendo cosas tan descabelladas como un matrimonio libre en el que el hombre no tuviera derecho de propiedad sobre la mujer, una educación igualitaria en la que las niñas tuvieran el mismo derecho que los niños a los conocimientos y todo aquello que había empezado a poner en práctica durante los dos meses de la Comuna y que no tuvo tiempo de implementar.

Murió en enero de 1905, con setenta y cinco años. El mismo año de otro intento fallido de revolución en Rusia. Harían falta todavía muchas décadas hasta que la sociedad estuviera preparada para empezar a luchar unida por todo aquello en lo que creía Louise Michel. Todo aquello en lo que creemos los que aspiramos a vivir en un mundo más justo y más humano.



miércoles, 14 de marzo de 2018

¿POR QUÉ?

Este cuento no tiene texto. Las ilustraciones expresan paz. Luego asombro. Luego incredulidad. Luego sinsentido. Luego destrucción. Y terminan con una pregunta. La pregunta del título. No hace falta más para mostrar lo fácil que es caer en un ciclo de violencia. Y lo absurdo que es. Popov lo hace tan bien sin palabras que he pensado que explicar este cuento en una reseña no tenía mucho sentido. Así que he transformado la reseña en un poema:

Si la hierba es verde para todos, ¿por qué?

Si el cielo es azul, o blanco, o infinito,
si nuestros ojos hablan, o brillan, o callan,
¿por qué?

Si tu paraguas amarillo es tan bonito como mi flor blanca,
si tu idioma le habla al mío como el rocío a la aurora,
si la tierra sonríe igual bajo tus pies que bajo los míos,
¿por qué?

Si somos tan parecidos como dos nubes de tormenta,
si nuestros pies ríen con las mismas cosquillas
y nuestros pechos se hinchan con la misma música,
si comemos con la misma hambre y dormimos con el mismo sueño,
¿por qué?

Si la hierba es verde para todos, ¿por qué?



lunes, 12 de marzo de 2018

AUTORRETRATO SIN MÍ

¿Qué podía uno esperar de Fernando Aramburu después del éxito de Patria? ¿Otro libro sobre Euskadi? ¿Una novela ambientada en Alemania para cambiar de tercio? La verdad es que uno podía esperar muchas cosas. Incluso el silencio. Ese silencio en el que se resguardan tantos escritores para recuperarse del aturdimiento que provoca estar en boca de todos durante tantos meses. Pero Aramburu no ha hecho nada de eso. Ha escrito, en fragmentos autobiográficos muy breves, el libro más intimista, profundo y conmovedor de su carrera. 

Su nuevo libro ha sido para mí una sorpresa tan emocionante que aún no salgo de mi asombro. Viene, creo, del silencio. Del silencio de mirarse para adentro y buscar la esencia humilde de sí mismo. Hay algo antiguo, enraizado en la tierra, en la belleza de sus palabras. Una ternura, una compasión por las propias flaquezas que emergen de la serenidad sabia con la que ha aprendido a mirar el mundo. Hay algo de paisaje en su prosa poética, aunque hable sobre la vida urbana. Algo del saber intuitivo de los pueblos, sólido y evocador como la piedra vieja y los fuegos nocturnos en la chimenea. 

"Contraje la poesía a edad temprana. La he combatido o, en todo caso, paliado con el humor". Y nos llega en este libro destilada con la sonrisa tranquila del que ha acumulado "otoños, libros y una muchedumbre de hojas caídas que forman un suelo de serenidad". La poesía, en sus manos, es quizá una forma de ocultarse, de extender un velo que desdibuje los contornos de la propia vivencia. Planos, máscaras, juegos de belleza para protegerse, para contarse estilizado en arte. Aunque también es posible que la poesía sea lo contrario, la única forma sincera de entregarse desnudo al mundo, el único lenguaje capaz de traducir lo inexplicable, lo doloroso y lo gozoso de cada pequeña existencia. 

Este es un libro para leer y releer. Un lugar que pide regresar cada poco tiempo, como el abrazo insustituible de ciertos amigos. Hay dolor en él. Amplias zonas de penumbra. Pero sobre todo transmite paz. Gratitud. Y motivos para la celebración. A través de su mirada vemos arte en la armonía de un rostro, encontramos hogares insospechados en la sonrisa de un desconocido, entramos al quirófano con una melodía en los labios, amando, siempre amando, y cuidamos de ese agujero que todos tenemos en el pecho, con cariño, preparándolo para que, cada primavera, pueda convertirse en un nido de pájaros migratorios. 

El piano que su hija dejó de tocar recibe de pronto un aplauso. 
Un niño jovial y travieso se agita cada mañana en los ojos de un señor mayor. 
La bandada de pájaros que anida en su boca sale volando con cada carcajada de felicidad. 
El afecto de ese abrazo borra las nubes interiores y descubre una mañana soleada a través de la lluvia. 

Como los mejores libros siempre hacen, estos "pensamientos ateridos junto a una ventana" me han hecho encontrar espacios nuevos dentro de mí. Su sobriedad atemporal sosiega y, por momentos, estremece. El placer que provoca esta "sucesión de diminutas plenitudes" es íntimo y cálido. Una vez que te dejas penetrar por él, ya pasa a formar parte de ti. Su ternura y tú, su silencio y tú, sus pájaros y tú: una misma emoción.


Fernando Aramburu

jueves, 8 de marzo de 2018

SEXISMO COTIDIANO

Una mujer llega a su casa. Ha creado una página web donde recoge casos de discriminación hacia las mujeres. Abre el ordenador y descubre decenas de amenazas de agresiones sexuales de todo tipo. Amenazas de muerte. Escucha un ruido en el jardín. Se queda rígida. No hay nadie en casa. Decide que son simplemente palabras. Que no van a poder con ella. Que su lucha es más importante. Escucha el silencio. De nuevo el ruido. Cierra el ordenador y decide irse a un bar nocturno a trabajar. Está sola en casa. Y el ruido del jardín sigue ahí. Las amenazas sólo son palabras, se repite. ¿Pero y si...?

En 2012, con veintiséis años, la británica Laura Bates fundó el proyecto Sexismo Cotidiano. Empezó con una página web que invitaba a la gente a contar anécdotas de la discriminación sexista que sufrían en su día a día. En poco más de un año había recabado más de cien mil historias, desde acoso callejero hasta violaciones en grupo. Montones de pequeños incidentes que, puestos todos juntos, muestran cómo diariamente miles de mujeres son toqueteadas, perseguidas, acosadas, maldecidas, increpadas, amenazadas, menospreciadas, atacadas y violadas en todo el mundo, por el simple hecho de ser mujeres. 

El machismo está latente en nuestra sociedad a todos los niveles. Lo que hace que sea tan difícil de combatirlo es que a menudo va disfrazado de humor y las descalificaciones, insultos y amenazas se ocultan tras la coraza miserable de la ironía, culpando a las víctimas de no saber encajar una broma. Un ejemplo: Un compañero de trabajo suelta, desde la otra punta del pasillo: "¡vaya culazo!". Si lo ignoras, lo repetirá más adelante. Si le afeas la conducta, te responderá que "sólo era una broma, bonita". Si te enfadas, se reirá diciendo que si no te gustan los piropos no te pongas vaqueros ajustados. En todos los casos, la culpa es de la mujer. La culpa de tener culo y dignidad, por supuesto. 

Acoso sexual en el colegio, traumas infantiles derivados de la moda sexista, anorexia, bulimia, depresión, suicidio, violaciones en institutos, acosos callejeros, tocamientos en medios de transporte, vejaciones en fiestas universitarias, discriminación salarial, violaciones dentro de la pareja, desconfianza social hacia los testimonios de mujeres violadas, complicidad social del hostigamiento machista en medios de comunicación, más violaciones (en España, una denunciada cada ocho horas, quién sabe cuántas más no denunciadas), más agresiones sexuales (en España, una denunciada cada hora, quién sabe cuántas más no denunciadas). 

Este libro es un verdadero puñetazo en la mesa. Es mordaz, contundente, demoledor. furibundo, implacable. Es una voz hecha de cientos de miles de voces que dicen basta ya. Basta ya de mantener esta desconexión tan brutal entre las ofensas y su percepción social. Basta ya de permitir que se perciba a las mujeres como seres humanos secundarios que amenazan el statu quo ideal de nuestra sociedad occidental, creado a imagen y semejanza de los hombres blancos heterosexuales ricos. Basta ya de manipular el testimonio de las mujeres para hacerlo parecer menos fiable. Basta ya de presenciar cómo las mujeres sufren acoso sexual en lugares públicos (la calle, el metro, el trabajo) y no actuar. Basta ya de pensar que no es cosa nuestra, que no nos concierne. 

Laura Bates

El acoso callejero, los silbidos y los "vaya culazo", las insinuaciones, los tocamientos, los "besos robados" y los apretones en el metro no son incidentes inofensivos. Tampoco tienen que ver, como muchos hombres piensan, con una manifestación de deseo. Tienen que ver con el poder. Los hombres, por su fuerza física y por el entorno complaciente, se sienten legitimados a acosar a mujeres, no para halagarlas ni para seducirlas, sino para someterlas a su voluntad. Los hombres utilizan el sexo y sus insinuaciones para someter y humillar a las mujeres. No son cumplidos. No tiene nada que ver con el flirteo. Es un ejercicio continuo y diario de poder, dominio y control ante el que, como espectadores, deberíamos aprender a reaccionar. 

Una mujer llega a casa, abre el ordenador y descubre decenas de amenazas de agresiones sexuales y amenazas de muerte. Esta mujer es Laura Bates, la autora de este libro. Al igual que miles de mujeres que critican públicamente la discriminación machista y que consiguen visibilizar su lucha, ha recibido centenares de amenazas de hombres que quieren violarla, torturarla y matarla. Amenazas que los hombres no tienen que soportar. Aunque sólo fuera por este motivo (y ojalá sólo fuera por este motivo), es evidente que los hombres y las mujeres vivimos en mundos totalmente diferentes. 

Sin embargo, hay cosas que están cambiando. 
Las mujeres están alzando la voz. 
Gracias a proyectos como Sexismo Cotidiano y libros como este, no se sienten solas en su lucha. 
Quieren, necesitan, que el mundo cambie. 
Y yo quiero que cambie más rápido. 
Yo quiero que los hombres y las mujeres vivamos en el mismo mundo. 




lunes, 5 de marzo de 2018

LA BANDA DE LOS NIÑOS

Todo el que ostenta poder sobre otras personas termina abusando de él. Puede ser por avaricia, como los empresarios que pagan salarios de miseria a sus empleados para seguir añadiendo millones a su cuenta bancaria. Puede ser por soberbia, como los políticos que se aferran a su cargo década tras década para sentirse superiores a los demás. Puede ser por lujuria, como los directivos de empresas que utilizan su dinero e influencia para acosar sexualmente a sus empleadas. Puede ser por todo esto a la vez, unido a cualquier otra miseria moral. Todos terminan utilizando su poder para cumplir sus sueños, para demostrarse a sí mismos lo grandes, machos, inteligentes, ricos e influyentes que son. Y qué mejor forma de hacerlo que machacar al que se opone, al que también sueña con poder o al que simplemente le parece mal que el bienestar de uno sólo se pueda lograr mediante la sumisión de muchos. 

El protagonista de esta novela es un ávido lector de Maquiavelo. Sueña con ser poderoso. Y, a sus dieciséis años, ha aprendido que "más vale tener fama de ser un maestro de la crueldad que de la piedad". Lo importante es hacerse respetar. Y la única forma de lograrlo durante mucho tiempo es a través del miedo. Es el miedo lo que mantiene el poder. El amor, a la larga, sólo lo debilita.

Él quiere crear una banda. Allí, en Nápoles, cuna de la mafia. La ciudad donde ha crecido. La ciudad que le ha enseñado que si naces en el Sistema, perteneces al Sistema. La ciudad de la violencia, de la extorsión y de la droga. La ciudad de sus amigos y su familia, de su sangre. Crear una banda que siembre el terror en las calles. Que controle todo lo que dé dinero. Que haga bajar las miradas de hombres y mujeres y cuyo nombre se pronuncie en voz baja, con temor. Tiene unos sueños enormes y quiere poder. Se llama Nicolas Fiorillo. Pero se hacer llamar el Marajá. 

Todo el que ostenta poder sobre otras personas termina abusando de él. Pero el Marajá necesita abusar de él desde el principio. Las reglas están claras. Tienen que conquistar territorio. Tienen que arrebatar cosas a los demás. Armas, droga, dignidad. Tienen que imponer el miedo para hacerse respetar. Porque en el fondo son niños, menores de edad.

"Niños los llamaban y niños eran en verdad. Y como quien no ha empezado a vivir, no tenían miedo de nada. Consideraban a los viejos ya muertos, ya enterrados, ya acabados. La única arma que tenían era la ferocidad que los cachorros de hombre aún conservan. Animalitos terribles que actúan por instinto". Que enseñan los dientes y aprietan los gatillos como han hecho tantas veces en los videojuegos. A los que no les importa que en las calles la gente muera de verdad bajo sus balas. Que matan y chillan con una crueldad instintiva basada en reglas internas de honor y lealtad. 

La última novela de Roberto Saviano es salvaje y brutal. Al terminar ciertos capítulos, cerraba durante unos segundos el libro y suspiraba, asombrado por la brutalidad, por lo que puede hacer en unos niños una infancia educada en la violencia. A aquellos que no hayan vivido de cerca ningún tipo de violencia física, muchas de las escenas les parecerán irreales, producto de una mente enferma de videojuegos y guerra. Sin embargo, conociendo a Saviano, lo más probable es que todo lo que aparece en el libro haya sucedido muchas veces de una forma muy parecida, esté sucediendo en estos momentos y vaya a seguir sucediendo en el futuro, mientras el ansia de poder y el abandono del Estado abonen las barriadas pobres de muchas ciudades para que germine y prevalezca la ley del más fuerte. 

Todo el que ostenta poder sobre otras personas termina abusando de él. Lo hacen los políticos que roban el dinero público. Lo hacen los hombres que salen en manada a violar mujeres. Lo hacen los empresarios que dictan las leyes a los gobiernos. Y lo hacen, también, todos los Marajás de los extrarradios, niños descontrolados que se compran una pistola y juegan a convertirse en príncipes de la mafia. 




viernes, 2 de marzo de 2018

LUZ

He leído este libro temblando. Con los ojos muy abiertos y una música extraña sonando por dentro. De la mano de la protagonista, he estado en una casa de piedra en el Pirineo catalán y he sentido el contacto directo con la cara menos amable y acogedora de la naturaleza y de los hombres. Me he sentado a la mesa con esa gente esquiva, educada en el silencio y la aspereza, reacia a aceptar la ternura como una forma aceptable de comunicación. Y he huido de allí hacia la vida bulliciosa de Londres y los brazos de esa chica de rasgos indios que representa la risa y la sensualidad, todo lo contrario de lo que he dejado atrás. He sentido la ligereza del amor recién descubierto y el calor de la felicidad abriendo la fruta madura del deseo. También, más tarde, el peso de los años, agostando la confianza y las ilusiones. Y, surgiendo de la oscuridad de una vuelta a casa no deseada, he escuchado ese nombre, Luz, pronunciado con júbilo a través del balcón, y me he dado cuenta de que la vida siempre puede empezar de nuevo, siempre puede volver a nacer si se aviva con el fuego adecuado. 

Esta es una historia de desamor. Y de cómo un nombre escuchado en la calle y una mirada de reojo pueden hacer que el deseo vuelva a brotar de la manera más inesperada. "Quería volver a ver el mundo con los ojos con que tú me mirabas a mí". "Y tu gesto tímido y presumido al ponerte un mechón de pelo detrás de la oreja. Y tu mirada: ya vencida, ya entregada, ya triunfante". Esa mirada de niña que está dejando de serlo, de cuerpo que se despierta y que aún no sabe reaccionar a sus impulsos. Esa mirada que promete lo desconocido, lo que debe ser ocultado a los ojos de los demás para sobrevivir, la luz, la delicadeza y el deseo imparable. 

He leído este libro temblando. Es una carta de amor esplendorosa. Duele y maravilla al mismo tiempo. Y me ha tocado cuerdas raras por dentro, cuerdas que a veces uno olvida que tiene. Esta historia resuena con una melancolía poderosa, la melancolía de unas campanas repicando a los lejos, en otro valle, anunciando una buena nueva que esta vez no podrá ser la de la protagonista. Y enseña que la delicadeza también puede ser cruda, y que el deseo, aunque se envuelva en el amor más dulce, siempre esconde un instinto de violencia. 

Quiero quedarme a vivir aquí. En la belleza visual de las imágenes, arropado por el maravilloso entramado de su poesía y por la embriaguez de la luz que ilumina esta historia de belleza. Quiero quedarme a vivir aquí. Vibrando con la alegría loca de Luz. Con la melancolía de unas campanas en el valle. Vivir aquí. En la fuerza evocadora de las metáforas, que en las manos de Elisabet Riera, se vuelven más reales que muchos amores cotidianos.