jueves, 31 de agosto de 2017

LA PLAZA DEL DIAMANTE (Firma invitada)

Es un clásico de la literatura escrita en catalán del siglo XX. Como telón de fondo, la Barcelona que recorre los años previos a la Segunda República hasta los años posteriores a la Guerra Civil. Muy apropiado para leer estos días en los que el país está marcado por la tragedia barcelonesa.

Esta novela de una sencillez inesperada empieza generando recelos. La narradora es la protagonista, Natalia, una muchacha sencilla cuya inexperiencia vital y la confianza en todos la hace aceptar un noviazgo y un matrimonio marcados por la violencia y la sumisión. Uno tiene que rebelarse ante historias de principios de siglo que, por su costumbrismo, están cargadas de los antivalores que ahora todos rechazamos.

Pero la novela de Rodoreda es más que un simple catálogo de anécdotas costumbristas que va narrando inocentemente un ama de casa. Con la profundidad de las imágenes que se van desgranando página a página, el lector va acertando a distinguir algo de la personalidad de sus personajes, especialmente de la narradora. Machismo, sumisión, vida cotidiana, revolución, guerra, pobreza, sufrimiento, desesperación y muerte son algunos de los elementos que van tejiendo un texto que termina siendo redondo.

El lenguaje, que de tan sencillo recuerda la oralidad de quien le cuenta la historia de su vida a una vecina, se va agarrando a la lectura y se convierte por su fuerza narrativa en un personaje más de la novela, con los titubeos, las repeticiones, las metáforas y las imágenes tan líricas empleadas por la narradora.

Firmada en 1960, esta novela puede pillarnos lejísimos en el tiempo, la historia que cuenta puede haberse quedado en un rincón de la memoria que ahora pocos queremos recordar, puede hacernos rememorar tragedias antiguas que ha vivido este país, tragedias que nada tienen que ver con las tragedias actuales pero que quizás también estuvieran marcadas por la sombra del radicalismo. Todo esto es posible, pero como clásico que es, es necesario que nos asomemos a sus páginas para entender, en primera persona, un momento de la historia de nuestro país que todos tenemos la enorme tentación de olvidar.



lunes, 28 de agosto de 2017

OSCURIDADES PROGRAMADAS

Sam es un kurdo iraquí. Emigró a Irán por la amenaza del gobierno de Sadam Husein a finales de los años 80. Su hija nació en un campo de refugiados. Su mujer, acostumbrada a las comodidades de clase media, y ante la imposibilidad de volver a su país, se suicidó. Sam volvió a huir, esta vez de sus recuerdos. Se estableció en un campo de refugiados en Pakistán. Volvió a casarse, para darle una madre a su hija, con una refugiada iraní. Tuvieron un hijo. Tras una década de vivir en campos de refugiados, consiguió ser aceptado en Estados Unidos como refugiado y se estableció en Seattle con su familia. Tras el 11-S, el gobierno estadounidense le acusó de haber colaborado con Al-Qaeda y le internaron en un centro de detención de inmigrantes. Allí pasó cinco años, en espera de un juicio que sabía perdido de antemano. Perdió y le echaron. Dejó a su familia en Seattle y volvió a Iraq, solo. A un Iraq sin Sadam Husein pero destrozado por la guerra. Un Iraq que ya no es su hogar, puesto que su familia y sus hijos no están con él. Un Iraq donde sueña, cada día, con su improbable regreso al país que lo llamó terrorista.

Historias como esta encierra este estupendo cómic de Sarah Glidden, una dibujante estadounidense que decidió acompañar a dos amigos reporteros y un ex-marine en un viaje por Turquía, Iraq y Siria en 2010 para retratar las condiciones de vida de los millones de refugiados antes de la gran crisis migratoria que desató la guerra de Siria a partir de 2011. Los cuatro se encuentran con historias tremendas. Y aprenden que ninguna historia tiene una sola versión. Por ejemplo, la historia de Sam contada por el gobierno de Estados Unidos es un poco distinta a la que cuenta el propio Sam. Sam mintió para conseguir su estatus de refugiado, dice el informe de inmigración, exageró su filiación política. Nunca logró explicar de manera convincente de qué conocía al miembro de Al-Qaeda con el que se encontró en un centro comercial de Seattle. Y lo que para Sam es una desafortunada serie de casualidades, para Estados Unidos es una amenaza en potencia. Lo cierto es que es muy improbable que Sam pueda volver a entrar en el país donde vive su familia, en el país de sus hijos. Nunca se sabrá la verdad. Y la culpa de esta incógnita sin duda es del gobierno americano, que en lugar de un juicio justo, despachó la historia de Sam con un internamiento prolongado y una expulsión por amenaza terrorista. 

Este libro está empapado de vida. De realidades porosas, turbadoramente humanas. En todas las buenas historias, las personas cambian. Y los cuatro compañeros de viaje van transformando su forma de pensar a medida que hablan con la gente, a medida que las historias que escuchan pasan a formar parte de ellos. Creían saber algo, tenían ideas, información, expectativas sobre lo que iban a encontrarse. Y lo que se encontraron los transformó en otra cosa. Difuminó sus convicciones. Las volvió menos precisas y más desconcertantes. 

Es un libro sobre periodismo. Sobre lo difícil que es viajar a un país y, a las primeras de cambio, tener que renunciar a las ideas que traías de casa porque ya no valen para informar sobre ese lugar. Es un libro sobre la frustración de buscar una historia y encontrarte con decenas de ellas, todas distintas a la que buscabas. Todas complejas, dolorosas, furiosas. Y sobre la dificultad abrumadora de armar un relato coherente con tantos puntos de vista divergentes. 

Todos hemos oído hablar de los coches bomba, de los atentados, de las emboscadas de insurgentes, de las explosiones en embajadas, mercados, comisarías. Algo sabemos también de las miles de mujeres asesinadas cada mes en Oriente Próximo por el simple hecho de ser mujeres, asesinadas por sus maridos, sus padres o sus hermanos en nombre de la religión o de su honor. Todos sabemos, sobre todo desde 2011, de los millones de refugiados que llevan años viviendo en campos esperando que los países europeos cumplan de una vez las cuotas de asilo que prometieron. Sarah Glidden nos cuenta estas historias. Pero no sólo. También nos las muestra. Con sus acuarelas suaves llenas de luz y sencillez, nos lleva de la mano por la cotidianidad del horror para que nadie pueda refugiarse en la abstracción de las palabras. 



miércoles, 23 de agosto de 2017

LA URUGUAYA

"Yo quedaba partido, colgado de esa emoción que no se disipaba. Eso era Montevideo para mí. Estaba enamorado de una mujer y enamorado de la ciudad donde ella vivía. Y todo me lo inventé, o casi todo". 

Él es un escritor argentino. Ha recibido un adelanto de quince mil dólares por los dos próximos libros que va a escribir y cruza el Río de la Plata para cobrarlos en Montevideo, donde pierde menos dinero con el cambio. Y donde vive una chica a la que ha visto apenas dos veces, pero que ya ha ocupado toda su vida: la uruguaya. Todo le habla de ella: las canciones de la radio, las películas, las playas, el horóscopo. Vive entregado a las decisiones de su cuerpo, a ese punto ciego, más allá del lenguaje, en el que Montevideo y su uruguaya son partes indisolubles de un mismo deseo. Y su piel vibra con la expectativa de verla mientras la espera sentado en una terraza, porque "no hay cosa más linda que ir al encuentro de una mujer hermosa". 

Pasan la tarde juntos paseando por la ciudad. La historia avanza al ritmo de sus pasos, entran en una tienda, miran, salen, entran en otra y compran golosinas, tonterías, un ukelele, se ríen con bromas tontas, se tocan, se apartan, se vuelven a tocar. A veces se enfadan un poco, y al instante se reencuentran en otra broma o en otro beso, siempre hablando, flotando en una conversación seductora que fluctúa, una llama frágil que un cúmulo de expectativas imprecisas mantiene encendida. Son una pareja "merodeando por el mundo, el asombroso mundo incomprensible". Y ella brilla en su Montevideo idealizado como escondida dentro de una canción que solamente él conoce. 

Él es padre de un niño pequeño. Marido de una mujer que se está alejando. Y vive de un amor a mitad imaginado en un país a mitad imaginado. "Te hace muchas piruetas el cerebro a vos", le dice la uruguaya riendo. Y sí. Es un hombre extasiado por su revolución interna, su secreto, el acelerón que le da la proximidad de esa uruguaya y que le lanza a los márgenes del tiempo y del espacio, ahí, a ese resquicio minúsculo de esa tarde en la que él sigue siendo él, él sin su hijo, sin su mujer, sin deudas, él solo, con su excitación y las posibilidades de su vida de repente abiertas de nuevo. 

La uruguaya es una novela breve cuya trama transcurre en un solo día, y tiene el encanto de lo efímero, de lo que sólo va a poder disfrutarse unas pocas horas y, por ello, se vive con mayor intensidad. Es un relato irónico y sentimental, atrapado en la memoria de un día que el narrador repasa y estudia, ampliando sus detalles para que cada momento crezca y se desarrolle en su cabeza hasta cobrar proporciones de mito. Es triste. A ratos, desconsolado. Pero en cada página vibra una ligereza cómica que encandila. 

Qué somos. Qué deseamos ser. En qué nos convertimos. Las preguntas más trascendentes tienen en esta novela respuestas imprevisibles que nos dicen, con una sonrisa irónica, que las vidas que merecen la pena ser vividas están siempre sometidas a un perpetuo cambio. 



lunes, 14 de agosto de 2017

MALDITOS 16

Hay una rabia escondida en cada palabra y cada gesto que intercambian. Han aprendido muy rápido todo lo que no quieren en la vida, y de momento les vale cualquier cosa que les ofrezca la posibilidad de huir, o de salvarse. Se sienten distintos, encerrados en su diferencia, aterrados por lo que los demás puedan pensar de ellos. Buscan un equilibrio imposible entre su necesidad de ser aceptados y su necesidad de aceptarse y expresarse con libertad. Tienen miedo a no saber encontrar un motivo para vivir más grande que el cotidiano dolor de estar vivos. No son niños. No son adultos. Tienen dieciséis años y están aprendiendo a decir: he intentado matarme. 

El suicidio es una palabra que no se pronuncia en voz alta. Más bien se esconde en comentarios al oído, cuchicheada con morbo o, en el mejor de los casos, con compasión: ¿te has enterado?, Marcos ha intentado matarse, sí, por una ventana, ¿con pastillas?, no, ni idea, pero qué loco, qué idiota, pobrecillo. No se habla de ello porque querer matarse es un tabú. Nuestra querida cultura occidental, impregnada de catolicismo, nos ha enseñado a verlo como un pecado, un acto ignominioso que hay que esconder de la vista de los demás, un oprobio, una vergüenza. Las causas son lo de menos. Matarse es propio de pecadores, locos, egoístas, egocéntricos, caprichosos. Y nadie quiere tener a un suicida cerca. 

Si el suicidio es un tema tabú, el suicidio adolescente lo es todavía más. A los dieciséis años, uno sigue siendo un niño a los ojos de sus padres. Y aunque las estadísticas digan que el suicidio es la segunda causa de muerte entre los adolescentes, todo el mundo sabe que los niños no se suicidan. ¿Cómo podrían hacerlo? ¿Y por qué, por Dios, por qué lo harían? 

Para vengarse. "De mis padres, por exigirme; de mis compañeros, por putearme; de mis profesores, por fingir que no se enteraban". Son menores de edad, pero no se lo están inventando. Toda esa vida trágica y ese dolor infinito son reales. Tan reales como los insultos, los menosprecios, las palizas, la identidad sexual incomprendida, despreciada y ridiculizada. Tan reales como la necesidad de cariño ignorada, como la rabia que produce desear algo, algo pequeño y sencillo que todo el mundo toca, y saber que siempre estará fuera de tu alcance. 

Esta obra de teatro de Fernando J López se estrenó en enero de 2017. Sus cuatro personajes adolescentes se inspiran en jóvenes que el autor ha conocido en las aulas, en el hospital y en las redes sociales. Alumnos, pacientes y lectores de sus novelas "que necesitan que la cultura los convierta, de una vez, en protagonistas". A través de sus palabras, ellos han reunido el valor de decirles a todos los que les despreciaron o ignoraron o pensaron que no era para tanto: he intentado matarme. Y al oírse, han entendido que no ocurrió. Que siguen aquí porque han conseguido ser más fuertes que ellos. 




lunes, 7 de agosto de 2017

ROJO Y NEGRO

Hay escritores que escriben siempre el mismo libro. 
Hay gente que escribe siempre la misma cita en sus redes sociales. 
Y hay lectores que leen novelas para buscarse, subrayando frases con un lápiz alborozado que parece decir: ¡mira, mira, aquí están mis sentimientos!
Leer novelas para buscarse me parece una forma de reducir la literatura a su capacidad sanadora. Es como buscar pareja para no sentirse solo. Como si la literatura y la gente tuvieran como único fin aliviar y acompañar nuestro exceso de emociones. 

Cuando leemos novelas nos convertimos en otros. Olvidamos por un rato quiénes creemos ser para introducirnos en la cabeza de un personaje, en su emoción o en su lógica. Olvidamos el sofá, la cena y a la suegra y vivimos vidas que jamás serán la nuestra. Diluimos nuestra identidad para poder meternos en la piel de seres extraños o fantásticos, porque si no nos desprendiéramos de buena parte de nosotros mismos, estaríamos leyéndonos siempre hacia adentro, o usando los libros como excusa para encontrarnos en ellos. La maravilla de leer ficción no es reconocerse en un personaje, sino ser capaz de desprenderse tanto de la propia identidad que uno mismo se convierte en ese personaje y siente y piensa y sueña y vive y muere en ese personaje, sin que los sentimientos, los pensamientos, los sueños, la vida o la muerte de ese personaje tengan ningún contacto en ningún momento con los suyos propios. 

Cuanto más lejos queda la vida de los personajes de la nuestra, más fácil es despojarnos de nuestra identidad y meternos en la de ellos. A mí me pasa con las novelas históricas. Con la literatura fantástica. Y con los clásicos del XIX. Me ha pasado, en estas últimas dos semanas, y a niveles insospechados, con Rojo y Negro

En este novelón de Stendhal he sido muy poco quien creo ser. Y eso me ha permitido ser muchos personajes; sentir, pensar y actuar dentro del libro según la lógica (o los caprichos irracionales) de todos ellos. He sido, por ejemplo, una señora llamada Mme de Rênal, casada con un marido ruin, y a través de su piel me he enamorado del nuevo y jovencísimo preceptor de sus hijos. He admirado sus mejillas suaves y sus ojos inocentes y su timidez encantadora de hijo de leñador al adentrarse en mi mundo de lujos y comodidades. He coqueteado con él sin pensar en Dios ni en su pecado hasta que las normas sociales de este 1827, tan lejos de la liberalidad del siglo anterior, me han hecho probar el amargor de palabras como adulterio, escándalo, ignominia y deshonra. 

También he sido, sin duda, el joven Julien Sorel. He sentido el fuego de la ambición y el desprecio por todos esos nobles ricos que juegan en sus mansiones con el destino de la gente humilde. He recibido el amor de la mujer de uno de esos nobles y me he dejado llevar por la pasión prohibida, pese a mi vocación de seminarista y mi deseo de gloria. He soñado con las hazañas de Napoleón en una época en la que aún es peligroso ensalzar al héroe caído y he utilizado mi soberbia y mi rebeldía para luchar contra las jerarquías, contra el clero y contra la prepotencia de los poderosos. 

He sido unos niños sin voz, jugando despreocupados en un jardín mientras el amante de mi madre nos mira con ojos melancólicos, escondido tras los visillos de una ventana. He sido un abad furibundo que esconde su ternura a base de latín. He sido un marido más preocupado por su honra que por su felicidad, una amiga harta de servir de carabina, un marqués que ama la erudición y un conde que sueña con Borbones. 

Cuando leemos novelas nos convertimos en otros. A mí me pasa siempre que el libro me gusta. Y me ha pasado hasta tal punto con esta novela de Stendhal que después de ciertas sesiones largas de lectura tenía que parpadear varias veces y soltar alguna tontería del siglo XXI para sacudirme todos esos personajes con sus pasiones y cálculos y volver a mi vida tranquila de librero, sin adulterios escandalosos ni huidas por el balcón ni seminarios infernales ni ambiciones napoleónicas. Aunque bueno, estas últimas a veces se presentan sin previo aviso y me susurran al oído: qué, para estas vacaciones, ¿nos pasamos por la isla de Elba?



miércoles, 2 de agosto de 2017

ENCICLOPEDIA MISTERIOSA DE LOS SERES DIMINUTOS

Todo el mundo sabe que los besos se esconden en los pliegues de la piel, en esas arruguitas minúsculas que se forman cuando nos reímos y que sólo hace falta frotar suavemente encima con la yema de un dedo para que salgan todos corriendo de su escondite deseando que alguien vaya a recogerlos. 

Todo el mundo sabe que las historias no solamente se encuentran en los libros, sino que se desparraman por las estanterías de madera de las librerías (sólo por las de madera) y se quedan adheridas a su superficie para siempre, de manera que cuando los libros se van, parte de su esencia se queda en aquella superficie lisa que les dio cobijo. 

Todo el mundo sabe que, en las noches de luna llena, cuando nadie pasa por ellas, las carreteras se desperezan, se sacuden el polvo de los coches y le añaden curvas a sus rectas para salir a bailar con los árboles y el viento y soñar que las luciérnagas del campo brillan en su pelo como estrellas. 

Todo el mundo sabe estas cosas. Se aprenden en casa, en los sueños o en la escuela. 
Pero lo que no todo el mundo sabe es que si los besos pueden esconderse en la piel, las historias impregnarse en la madera y las carreteras bailar en la noche es gracias a multitudes de seres diminutos que velan cada día y cada noche por el buen funcionamiento de nuestro mundo. Duendes del supermercado, hadas del cuarto de baño, trols de los campos de fútbol y trasgos de los túneles del metro. Los seres diminutos de esta enciclopedia misteriosa están por todas partes, aunque la mayoría de la gente no los vea.
Basta con cerrar los ojos de ver las cosas normales y abrir los de la imaginación.