viernes, 28 de abril de 2017

CUÁNTA TIERRA NECESITA UN HOMBRE

La corrupción está en todas partes: en los partidos políticos, en las grandes empresas, en los premios literarios y en las novelas que premian (en especial en el género policiaco, que siempre encuentra en las miserias sociales materiales óptimos para sus tramas). La corrupción siempre ha estado ahí, parece que es una lapa venenosa que se pega a la pantorrilla de cualquiera en el momento en que accede a cierto grado de poder. 

Desde el Judas de la Biblia hasta esta adaptación de la joyita de Tolstói, pasando por el Avaro de Molière y la Celestina, la historia de la literatura ha dejado innumerables ejemplos de personajes cuya avaricia les lleva a la tumba. Es una de las preguntas fundamentales que la filosofía debería hacerse: ¿por qué el ser humano, sean cuales sean su época o condición, es capaz de sacrificar su vida para conseguir riquezas que nunca podrá gastar? Y no hace falta tener mucho poder ni mucho dinero. Ni Scrooge ni Pajom, el protagonista de este cómic, tienen mucho más de lo que necesitan. Pero han nacido con el virus de la ambición y en las noches blancas se alimentan del sueño de llegar a poseer más de lo que tienen con el fin de ser más de lo que son. Los bienes materiales como cuantificadores de la identidad: filósofos del mundo, ya tenéis un título para empezar. 

En El Hambre (Anagrama), Martín Caparrós cuenta cómo los brokers que especulan con bonos de compañías alimenticias no tienen conciencia de estar haciendo nada malo. Sus operaciones pueden modificar el precio del grano en el África subsahariana pero, eh, es la ley del mercado. Tampoco en España parece que la corrupción a gran escala provoque un rechazo generalizado: más de la mitad de la población vota a partidos que llevan décadas saqueando las arcas públicas y sus gestas se ven como un mal menor, o incluso con cierta envidia por la "picaresca" necesaria para entrar en política para forrarse, conseguirlo e irse de rositas. 

La cárcel no disuade a casi nadie. La avaricia, como el amor, es ciega, y sólo se deja llevar por lo que brilla en la palma de la mano. La muerte disuade aún menos. Al menos a nuestro protagonista no le quita el sueño. Se le ha concedido la posibilidad de conseguir tanta tierra como pueda recorrer andando desde el amanecer hasta el anochecer, con una sola condición: si no regresa al punto de partida antes de que se ponga el sol, perderá todo lo que ya tiene. Hacerse rico está al alcance de sus pies. Y de su prudencia. Pero, ¿quién quiere ser prudente cuando se puede ser un gran terrateniente?

Tolstói escribió esta parábola intemporal sobre la ambición del ser humano en 1886. Esta fantástica adaptación al cómic por Martin Veyron se lee en poco más de media hora y retrata a la perfección tanto las precariedades de los que apenas tienen nada como el resultado de la ambición desmedida cuando se la desata de la realidad. A más de un político actual le vendría muy bien un poco de filosofía y realidad tolstoianas, y de paso enterarse exactamente de cuánta tierra necesita un hombre. 


miércoles, 26 de abril de 2017

UTOPÍA PARA REALISTAS

Si hubiera voluntad política internacional y amplitud de miras, con qué facilidad se resolverían los problemas gravísimos que enfrenta la Comunidad Internacional, la de todos los países que, desarrollados o no, en mayor o menor medida, tienen en su seno un núcleo de población marginal, sin recursos económicos.

El modelo de sociedad actual no se sostiene, es imprescindible imaginar uno nuevo y eso es lo que ha hecho este historiador holandés nacido en 1988, Rutger Bregman, el autor de este ensayo. Ha dividido sus planteamientos en tres grandes temas: la renta básica universal, la semana laboral de 15 horas y un mundo sin fronteras. Dicho así, efectivamente suena a utopía imposible, por lo menos a corto plazo, pero a medida que he ido adentrándome en esta nueva forma de enfocar los temas, con los datos que pormenorizadamente nos detalla el autor, con experiencias contrastadas a pequeña escala y un análisis exhaustivo del coste tan elevado, tanto económico como social, que representa la pobreza en el mundo, la mente va abriéndose a perspectivas que no habíamos contemplado hasta ahora y todo empieza a tener encaje y lógica.

Creo que este libro es un intento de poner en marcha el futuro. ¡Nada más y nada menos! Un primer capítulo muy optimista en el que nos relata a modo de gran vistazo general la evolución de la Humanidad a lo largo de los siglos nos sitúa en el momento actual con una nueva perspectiva.

Decía Bertrand Russell, uno de mis filósofos preferidos: "para ser feliz necesitamos no solo el disfrute de esto o lo otro, sino esperanza, iniciativa y cambio. No es una utopía acabada la que deberíamos desear, sino un mundo donde la imaginación y la esperanza estén vivos y activos".

Rutger Bregman ha puesto en la primera página de su libro un texto de Oscar Wilde que también define de lo que estamos hablando: "Un mapa del mundo que no incluya Utopía no es digno de consultarse, pues carece del único país en el que la humanidad siempre acaba desembarcando. Y cuando lo hace, otea el horizonte y al descubrir un país mejor, zarpa de nuevo. El progreso es la realización de Utopías".

La renta básica ya se ha aplicado en zonas pequeñas de Canadá y de Estados Unidos con resultados positivos. Para hacernos una ligera idea del coste que supone, con la cuarta parte del presupuesto del gasto militar en Estados Unidos se puede financiar esa renta que eliminaría la pobreza en todo el país. Los gastos de las guerras en Irak y Afganistán han supuesto aproximadamente entre cuatro y seis billones de dólares. Además, los beneficios que se obtienen en salud, disminución de la criminalidad, mejores rendimientos escolares, disminución de la violencia doméstica y trastornos mentales suplen sobradamente la inversión. El ejército de trabajadores sociales e inspectores burocráticos que no producen nada y que se dedican a controles podría dedicarse a otras tareas productivas.

Los beneficios de abrir las fronteras son analizados por Bregman con una claridad y una exposición de datos que deberían ser considerados en todos los foros internacionales.

Me apasiona este libro, creo en él y algún día estoy convencida de que se tendrán que poner en práctica estas brillantes ideas, ojalá sea más pronto que tarde por el bien de toda la Humanidad.



lunes, 24 de abril de 2017

RAYUELA

Todo el mundo dice que a Rayuela o la amas o la detestas. Como esas femmes fatales que sólo aceptan adoradores idólatras o enemigos acérrimos. Como el chile bien picante o las hormigas fritas o esos platos del sudeste asiático de nombre impronunciable que, si no tienes una fe bien robusta en la resistencia de tu estómago, no hay forma de llevártelos a la boca. Pero yo he llegado a la conclusión de que a Rayuela se la puede amar y detestar a la vez. Que, de hecho, es lo más lógico y lo más saludable, si uno pretende mantener el pensamiento a salvo de hooligans y ególatras. Por lo tanto, después de leer por primera vez esta novela canónica del boom latinoamericano a mis treinta y cuatro años, puedo afirmar que me gusta con la misma pasión con que la detesto. La he leído con las gradas de mi percepción divididas en dos hinchadas enfrentadas, ambas furibundas, peleando a grito pelado por la victoria de su idea. Así que he decidido prestar oídos a las dos y convertir esta no-reseña en un diálogo entre un adorador y un detestador de Rayuela, quizá los dos únicos tipos de lector que puede aceptar esta novela fabulosa. 

Adorador: ¡Rayuela es mágica, Rayuela es sublime, es miles de libros en uno, es un crisol de todas las emociones y opiniones y erudiciones posibles!
Detestador: Rayuela será todo lo sublime que tú quieras, pero sólo los muy pedantes pueden disfrutar las divagaciones de esos plastas. 
A.: Qué pena, saber que hay gente como tú que no tiene la categoría intelectual de volar a la altura de la prosa maravillosa de...
D.: ¡Jajaja! Volar a la altura, dices. No sólo es una altura más bien bajita, al alcance de cualquiera que tenga que matar la frustración de no tener vida social con miles de horas de biblioteca, sino que no camufla la bajeza moral de los personajes, misóginos y cutres, que buscan la trascendencia a través de la destrucción del amor, de la alegría y de la ética. 
A.: ¡Poesía, che, poesía! ¿Sabés lo que es? Esa potencia visual y evocadora de las palabras... Rayuela es un orgasmo, un colocón de coca, es una supernova de colores explotando a cada página. 
D.: Pero es una poesía que enfada. 
A.: Y encandila. Y crea adicción, no me lo negarás. 
D.: Adicción de la mala. Adicción fastidiosa y repugnante. 
A.: ¡Y seductora! Con esas reflexiones filosóficas que estallan en tu cabeza como fogonazos cuando menos te las esperas. Y París. Ah, París...
D.: Sí, ese París sucio y glacial, lleno de jóvenes extranjeros hastiados de sí mismos, de su propia inteligencia, de sus propios fracasos, incapaces de encontrar una forma aceptable de vivir.
A.: Pero es fascinante, ese retrato de una juventud que tuvo un sueño dorado con esa ciudad que no supo cumplir sus expectativas, que en cierto modo no estuvo a la altura.
D.: ¿Que París no estuvo a la altura?
A.: Sí, a la altura de sus ambiciones, de sus ideas, de...
D.: Pero si estaban ciegos, ciegos de tan inteligentes, golpeándose contra las paredes de sus vidas, asfixiados por su propia ultraconciencia de sí mismos, siempre necesitando explicar los motivos de su existencia, o de su soledad, o de su concepción trágica de la vida, como si tuvieran miedo de olvidarlos todos, de no alcanzar la gloria. 
A.: ¡Pero si ya la alcanzaron! Rayuela es gloria, che, que parece que no te das cuenta. La Maga es gloria, es La Mujer con mayúscula, el sueño de cualquiera que tenga necesidad de fantasía, de vivir otras vidas más brillantes, más prometedoras que la propia. Y la Maga en París, paseando por el Pont des Arts con ese aire vulnerable y seductor..., ¡da para alimentar los sueños de toda una generación!
D.: Sí, la Maga es sublime, pero bien que todos la desprecian, mirándola con suspiros, como diciendo "qué paciencia hay que tener contigo, estúpida ignorante".
A.: ¡Pero cómo te atrevés!
D.: ¡Si es la verdad! Rayuela es una novela misógina a más no poder, con todas esas mujeres cumpliendo el oficio de musas, de compañeras, de madres, cuidándose de no interferir en las nostalgias trascendentes y ridículas de sus amantes, aceptando sus extravíos y sus violencias sin interrumpirles, sin corregir nunca sus manías infantiles para no taparles la sombra y...
A.: ¡Callate, boludo, callate! No decís más que estupideces. Cortázar está por encima de cuestiones de género. No puedes leerlo con tu fervor feminista, que lo jodes. Rayuela es inmortal, es como La Iliada, como Don Quijote, ¿dirías que Aquiles es misógino? Y además, juzgar a la Maga con criterios actuales es como pretender que se comporte como una chica más. Rayuela es un mundo aparte con sus propias reglas y la Maga está por encima de esos juicios. La Maga es la luz, la pureza por encima de cualquier comentario, es la vida, el futuro, el amor...
D.: El amor, ya. ¿Qué amor? ¿El intoxicado por ese agobiante exceso de ideas? ¿El falto de empatía? ¿El que desprecia, el que ningunea? ¿El de esos cretinos con ínfulas que sueñan con la muerte o el absurdo para poder sentir algo?
A.: "...volvía de ella como un fósforo cuando se lo prende y le crece de golpe todo el pelo". Ese amor. El incandescente. 
D.: El invivible. 
A.: ¿Invivible? ¿Por qué?
D.: ¡Porque no se puede vivir en Rayuela! Es asfixiante. Tanta filosofía, tanta abstracción. Rayuela está fuera del mundo, no tiene referencias a la vida real, es como una pieza marciana de Schönberg o un cuadro enloquecido de Pollock. Ahí no hay vida, sólo juegos, divagaciones, elucubraciones sobre la vida. 
A.: Pero precisamente de esas elucubraciones, de esas ideas, es de donde surge la vida. Rayuela es la puerta de entrada, grandiosa puerta de entrada a la vida. Una vez cruzas el umbral ya no vuelves a ser el mismo. Te hipnotiza. Es como ver a un malabarista con cinco antorchas encendidas volando a la vez. Fuego. Ritual. ¡Virtuosismo! ¡Juego!
D.: Un juego poco divertido. Un fracaso, al fin. 
A.: ¿Cómo que un fracaso?
D.: Sí, Rayuela es la historia de un fracaso, de una huida imposible, de un amor que sólo puede realizarse destruyendo a la persona amada. 
A.: Pero qué buscabas, ¿una novelita complaciente? Rayuela deslumbra quemando, te quita la venda de la realidad cotidiana para que veas un poco más allá de tu mediocridad y si hace falta te daña, te zarandea...
D.: ...te escuece, te agota, te enfada, te machaca...
A.: ...te transporta, te alimenta, te conmociona...
D.: Es la muerte.
A.: ¡Es la vida! 
D.: Una vida amarga, inhumana, que sabe a muerto. 
A.: Una vida poderosa, luminosa, que sabe a gloria. 
D.: ¡Eres un fanático! 
A.: Y tú estás ciego. 
D.: Prefiero mi ceguera a la tuya. 
A.: Es culpa de Cortázar, él nos dejó ciegos. 
D.: ¿Cómo ciegos? 
A.: Ciegos a todo lo que sea vivir lejos del fuego. 




jueves, 20 de abril de 2017

UN AMAR ARDIENTE

Mi enhorabuena a la editorial Flores Raras por la publicación de esta antología de Poemas a la virreina escritos por Sor Juana Inés de la Cruz (México 1648-1695), seleccionados, reinterpretados, reordenados y recuperados por Sergio Téllez-Pon, y con un prólogo de Ramón Martínez, que como bien dice hay que agradecer a Sor Juana porque estos poemas son ya patrimonio amoroso de toda la Humanidad.

Esta selección tiene un interés muy especial porque visibiliza matices importantes en la relación que tuvo Sor Juana con la condesa de Paredes, María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, virreina en México entre los años 1680 y 1686, durante los cuales fue mecenas de Sor Juana y artífice, a su regreso a España, de la publicación de sus escritos.

Octavio Paz escribió: "Sor Juana sobresale en la expresión del sentimiento amoroso y de sus trances: encuentros, despedidas, celos, llantos, risas, soledad. Poesía  no del amor divino, sino del humano y que solo puede compararse a la de Lope de Vega y a la de Quevedo. Es un remanso de agua en la que el enamorado, a un tiempo, se retrata y se anula".

Esta escritora, poeta y dramaturga del Siglo de Oro literario en español era hija de un militar español que no se casó con su madre y tampoco se ocupó de ella. Con quince años ya demostró su gran inteligencia y los muchos conocimientos que había adquirido al entrar en la corte del virrey marqués de Mancera. Intentó convencer a su madre para que la dejara disfrazarse de hombre y así poder ingresar en la universidad, ya que las mujeres no podían acceder a ella. Al no conseguirlo, decidió entrar en el convento de las Carmelitas, donde, a causa de su rigidez extrema, enfermó. Al tiempo se vio obligada a salir pero no abandonó su idea e ingresó en la Orden de los Jerónimos, donde las normas eran más flexibles y pudo disponer de una celda con dos pisos y sirvientas. Se quedó allí el resto de su vida porque le permitían estudiar, escribir, celebrar tertulias y recibir visitas como las muy frecuentes de las dos virreinas. La llamaban "la muy querida de la virreina".

Para comprender hasta qué punto fue liberadora su amistad con la condesa hay que decir que Sor Juana estaba subordinada al régimen que le imponía su confesor, el padre jesuita Antonio Núñez de Miranda, uno de los jerarcas católicos más poderosos de la Nueva España. El Padre Núñez estipulaba en sus comunicados a las monjas que para alcanzar la santidad, además del voto de clausura y de castidad, las monjas debían confirmar su voto de obediencia hacia él como guía espiritual, renunciando a su propia voluntad y a su libre albedrío. Llegó un punto en que la inteligencia de Sor Juana se rebeló y en 1682 escribió una famosa carta titulada "Autodefensa espiritual" en la que cometió la osadía de poner fin a las órdenes del Padre Núñez.

Sor Juana Inés de la Cruz
Años más tarde, por desgracia, se reconcilió con él y la obligó a dejar de escribir y a deshacerse de su biblioteca y su colección de instrumentos musicales y científicos, ¡Cuánto daño han hecho los hombres con poder en nombre de la religión! Por fortuna contó con la admiración del obispo de Yucatán, que se encargó de publicar los dos primeros tomos de sus obras inéditas en España cuando fue obligada a destruir su obra.

Sor Juana no solamente escribió poemas. Administró el convento y realizó experimentos científicos. Abogó por la igualdad de los sexos y por los derechos fundamentales de las mujeres. Los poemas que aquí se recogen son un testimonio claro de los sentimientos que albergaron estas dos mujeres, sor Juana llamaba Lysi a la condesa, prisioneras ambas de los prejuicios de su época, incluso de la nuestra. Ojalá se siga investigando para continuar con la tarea de visibilizar tantas relaciones condenadas a la oscuridad, cuando no debería ser así.



lunes, 17 de abril de 2017

REGRESO A BERLÍN

Esta es una historia de fantasmas. De fantasmas que viven en nosotros y son, a menudo, más reales a nuestros ojos que las personas de carne y hueso. De fantasmas que nos zarandean los sueños hasta convertirlos en pesadillas, o, peor, hasta partirnos cada noche por la mitad y dejarnos mirando al vacío del insomnio con pavor. 

En 1956, Eric Devon es el perfecto caballero inglés: exquisito, sofisticado, parece que hubiera nacido con la flor en el ojal del esmoquin ya perfectamente colocada. Sin embargo, veinte años atrás se llamaba Erich Dalburg y era un joven escritor alemán perseguido por haber escrito un libro satírico sobre los nazis. ¿Cómo seguir siendo alemán después de 1945? ¿Cómo seguir formando parte de una nación genocida? Eric Devon, al igual que muchos alemanes exiliados, decide romper con su pasado, con su nacionalidad y con todo lo que era su vida antes de 1936 y se convierte en una nueva persona. Pero al cabo de veinte años, su impostura se vuelve insoportable, los fantasmas no le dejan vivir y su mujer le empuja a volver a Alemania para reconciliarse con sus orígenes y tratar de deshacerse de esa culpa colectiva que está minando su salud. 

Al llegar a Berlín, nada es como recordaba. Han pasado once años desde el final de la guerra pero buena parte de la ciudad sigue en ruinas. Eric tiene serias dificultades para orientarse entre los escombros y las calles con nuevos nombres. Sólo los niños parecen no percibir la devastación que han sufrido las casas, y juegan en los solares dejados por los edificios, felices en los confines de su inconsciente imaginación. Los jóvenes se ríen de Hitler, aquel fantoche con su bigotito ridículo y su voz de pito, y su risa separa la generación que no quiere recordar de la generación que nunca podrá olvidar.  Los millones que ayer gritaban Heil Hitler!, por miedo o por convicción, hoy se aprestan a alabar la democracia. Y aunque el pasado sigue ahí, en las mismas narices de uno, en las ciudades con sus heridas aún abiertas, en la total ausencia de nombres judíos, en la cantidad de nazis confesos volviendo a ocupar puestos de responsabilidad en grandes empresas y ministerios, la sensación de Eric es que la gente camina hacia un futuro distinto, con los ojos puestos en la que ya llaman Guerra Fría, con Berlín como escenario protagonista en este nuevo conflicto global. 

Y es inadmisible. Cuando los aliados entraron en Berlín, la población ya contaba con que todos, jóvenes y viejos, nazis y antinazis, tendrían que pagar por lo que había hecho su gobierno. Pero lo que no podían imaginar es que los aliados se dividirían en dos bandos y empezarían otra guerra utilizando como campo de batalla las ruinas de la capital de Alemania, predicando el odio también ellos, dividiendo hogares y familias. Y para reforzar sus posiciones, Estados Unidos rearma a los militares alemanes, a menudos ex-nazis, para convertirlos en fuerzas de choque contra los rusos, porque ¿quién puede luchar mejor contra los comunistas que aquellos que ya lo hicieron en el pasado? 

Esta es una historia de fantasmas. De fantasmas en una Alemania espectral que se debate entre el olvido y sus heridas. De fantasmas antiguos que se desvanecen cuando su misterio sale a la luz y de fantasmas nuevos que emergen bajo formas impredecibles. Y también, es una historia de humanidad y coraje contra la indignidad, una historia de amor contra el horror y una historia de identidad contra el olvido. 


miércoles, 12 de abril de 2017

PIEL DE COCODRILO

Cocodrilo, Lechuza y Luciérnaga son los animales más lectores de la sabana. Todas las noches se reúnen a la orilla del río para disfrutar de las historias de su libro favorito. Mientras todos los animales duermen, los tres amigos se pasan las noches enteras leyendo aventuras increíbles, y, al amanecer, se despiden para descansar y que Cocodrilo pueda volver a la seguridad del río. Un día, Elefante descubre a Cocodrilo echándose la siesta, con su hermosa piel dorada brillando al sol y corre a contárselo al resto de la manada. La piel de Cocodrilo despierta la admiración de toda la sabana y Cocodrilo se siente cada vez más importante, tanto que no teme contonearse al sol ante todos los animales para que le admiren en todo su esplendor. 

Y entonces sucede lo que nadie podía esperarse: el sol es tan fuerte que empieza a secar y cuartear la piel de Cocodrilo, cubriéndola de duras escamas marrones. Mientras los animales huyen despavoridos ante tamaña transformación, Cocodrilo se sumerge en el río, desesperado por volver a su antigua piel, lisa y reluciente, pero ya nunca podrá deshacerse de las enormes escamas que le han salido para protegerle del sol. 

Triste, ya nunca sale a la luz del sol, para no asustar con su aspecto al resto de animales de la sabana. Sin embargo, sigue saliendo cada noche, fiel a su cita con Lechuza y Luciérnaga, a las que no les importa el nuevo aspecto de su viejo amigo, para no perderse ni una historia de su libro favorito. 

Esta historia está inspirada en una leyenda africana. Una leyenda que intenta explicar el origen de la piel escamada y dura de los cocodrilos. Y también, por qué no, su reticencia a mostrarse a la luz del día. Nada conecta mejor con la imaginación de los niños que las explicaciones mágicas del origen de las cosas y los animales. Y en este cuento, el efecto se potencia con unas ilustraciones tan sugestivas que hasta los elefantes son capaces de contagiarnos un bostezo. O una risa. 



lunes, 10 de abril de 2017

VOLVER A CASA

Este relato nació de un viaje que la escritora Yaa Gyasi hizo a Ghana, país al que no había vuelto desde que cumplió dos años. Allí, en el Castillo Costa del Cabo, de donde partían los barcos negreros que transportaban esclavos para ser vendidos en Estados Unidos, un guía le contó cómo era la vida de los presos que algunas tribus indígenas vendían a los colonos británicos. 

Partiendo de esa experiencia, Yaa Gyasi ha creado una novela inmensa que abarca, en menos de 400 páginas, el relato de varias generaciones, desde el siglo XVIII hasta ahora. Hechos traumáticos que sucedieron a personas como nosotros, con nombres propios, con los mismos miedos y esperanzas. La primera parte tiene como protagonistas a dos hermanastras, de la misma madre y con padres diferentes: Effie, elegida por un gobernador británico para ser su mujer, y Esi, prisionera vendida como esclava en Estados Unidos, recorren experiencias que nos dejan marcados y dan respuesta a tantas preguntas sobre la identidad y el origen étnico.

La segunda parte se inicia en Estados Unidos con H, un descendiente de Esi, que, después de haber sido esclavo y conseguido la libertad, vuelve a ser hecho prisionero por una nimiedad y condenado a trabajos forzados en una mina de carbón de Pratt City, Alabama, la ciudad minera por excelencia. Cuando se eliminó la esclavitud los negros siguieron siendo sospechosos de cualquier crimen, hasta el punto que muchos apenas notaron los beneficios de la abolición. Hoy día siguen sin resolverse muchísimos problemas de racismo que tienen su origen en un episodio tan terrible como fue la esclavitud. Son datos históricos que sería muy conveniente que se estudiaran en los centros educativos para que los ciudadanos pudieran tener criterios en que apoyar sus actitudes cotidianas.

Hay libros buenos e interesantes. Este, además de bueno e interesante, es absolutamente necesario para conocer esa parte de la historia que no se ha difundido suficientemente, quizá para no tocar la conciencia de tanta gente descendiente de aquellos que hicieron de la vida de sus semejantes un verdadero infierno en la tierra.


jueves, 6 de abril de 2017

Nueva York en la literatura (IV): ¡CORRE, HOMBRE, CORRE!

"El corazón del modo de vida americano se saltó un latido que jamás podrá recuperar".
El latido de la convivencia. El latido de imaginar que el color de la piel o la cadencia de un acento no tienen por qué levantar fronteras de recelo. Un latido que hace que el país camine siempre medio cojo, doliéndose de la misma violencia, del mismo miedo.

Chester Himes es un gigante de la novela policiaca. Escribió diez libros protagonizados por dos detectives inolvidables, Coffin "Ataúd" Ed Johnson y Gravedigger "Sepulturero" Jones, todos ellos ambientados en el barrio neoyorquino de Harlem, y todos ellos con el racismo como tema central. A finales de los años sesenta, Himes emigró a España, huyendo de la discriminación racial de Estados Unidos, y murió en Alicante en 1984, no sé si reconciliado o no con la sociedad blanca que tanto le había maltratado por ser negro, pero desde luego dejando un legado literario a la altura de los más grandes escritores norteamericanos de novela policiaca.

Hoy os traigo una novela para leer con el corazón en la boca, no cómodamente arrellanados en el sofá sino al borde mismo del asiento, con todos los sentidos alerta y el cuerpo listo para levantarse y escapar a toda velocidad en el caso de que el asesino del libro logre saltar de las páginas y apuntar con su arma en tu dirección. Contiene una de las escenas de persecución más eléctricas y brutales que he leído nunca: un verdadero homenaje a la lectura compulsiva y también una denuncia feroz del racismo en Nueva York. 

Estamos en 1966 y un negro conduciendo un coche es un ladrón de coches en potencia. Un negro solo caminando por la noche sin duda se dirige o vuelve de algún trapicheo. Un negro que corre es porque huye tras haber cometido un delito. Un negro bien vestido seguro que trabaja en la mafia de Harlem. Un negro, esté donde esté y haga lo que haga, siempre es sospechoso de algo. Y los asesinatos de negros, al fin y al cabo, no son más que "rasguños en la piel de la ciudad", pequeñas molestias cotidianas que como mucho se investigan con desgana. Los negros, "ese pueblo perdido", siempre sirviendo, o robando o en la cárcel. Siempre con miedo de que sus vidas caigan en manos de algún blanco caprichoso (patrón, banquero, policía) que las convierta en un infierno. 

"El corazón del modo de vida americano se saltó un latido que jamás podrá recuperar". 

Al compás de ese latido perdido, Chester Himes escribió esta novela salvaje y desgarradora: un homenaje a Harlem, la herida abierta del racismo en Nueva York. 


Chester Himes




lunes, 3 de abril de 2017

EL HAMBRE

Si existiera un mago al que le pudiera pedir cualquier cosa, Aisha le pediría una vaca. A lo sumo, dos vacas. Sí, dos vacas. Con dos vacas ya no pasaría hambre. Sonríe mientras lo piensa. Un mago. Dos vacas. La tripa llena. La suya y la de sus hijos. Sonríe. Qué sueños. 
El hambre, y las enfermedades derivadas de ella, matan a unas 25.000 personas cada día. Y los que sobreviven se quedan sin la posibilidad de imaginarse distintos, de ver más allá de su horizonte de pobreza hasta que el mejor futuro posible son dos vacas. El deseo más grande que pedirle al mago: dos vacas. 

Casi todos pasamos hambre varias veces al día. Sentimos el hambre como una alerta, un aviso de la hora que es. Como mucho, una leve carencia que va a saciarse pronto. Tener hambre, para quienes tenemos asegurado el acceso a la comida, es algo inocuo, tan fácil de satisfacer como las ganas de orinar. Sabemos qué significa tener hambre, pero no qué significa pasar hambre. Decimos me muero de hambre y sonreímos ante la idea de la hamburguesa. Decimos 25.000 personas se mueren del hambre y sus enfermedades derivadas sin ser plenamente conscientes de que la primera acepción nada tiene que ver con la segunda. Que la palabra sea la misma es una comodidad del lenguaje. Una forma, también, de ocultar su significado, de normalizar una aberración evitable, de esconder, tras una palabra trivial que ha perdido la connotación de sufrimiento y muerte, uno de los escándalos criminales más devastadores de nuestro mundo. Debería existir otra palabra para los que mueren por el hambre. Su hambre no es la nuestra. Nuestra palabra está desgastada por el uso, manoseada, convertida en lugar común. Debería existir otra palabra. 

Se puede hablar y hablar sobre el hambre y no transmitir nada. Se pueden leer datos y difundirlos: la agricultura mundial podría alimentar a 12.000 millones personas, somos 7.000 millones y 900 pasan hambre, no es una fatalidad, es un escándalo. Se puede gritar que hay empresas y gobiernos que se lucran con el hambre de muchos de esos 900 millones y aun así no despertar más que un pasajero mosqueo, un emoticono de facebook olvidado a los dos minutos. Se puede decir que el tema no es el hambre, son las personas que lo sufren, pero seguimos sin entenderlo, sin sentirnos involucrados en el problema. Ya apenas vemos hambrunas en la tele, que si bien no conseguían oleadas de empatía, al menos ponían una imagen al sufrimiento de tanta gente. Apenas hay hambrunas, y sin embargo lo peor del hambre no son los desastres ocasionales provocados por una guerra, una sequía o un tirano. Lo dramático, lo que no aparece en las noticias porque no es novedoso, es la malnutrición estructural provocada por la burocracia y la especulación, por unos estados ricos que se encogen de hombros, como todos nosotros, protegidos por la terminología abstracta y sus despachos, mientras millones de personas enferman y mueren de hambre. La malnutrición estructural es crónica. No aparece en las noticias porque no es noticia. Pertenece a millones de vidas cotidianas. Y se puede evitar. 

La pregunta de Martín Caparrós es sencilla: "¿cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?"

Vivimos tranquilos. Preocupados por pequeñeces, incomodidades mínimas que agigantamos para sentirnos menos insignificantes. Para fingir que nos pasa algo. Pero no. Trabajamos. Comemos con la familia. Cenamos con amigos. Dormimos nuestras ocho horas. Desayunamos. Comemos. Comemos todo lo bien que elegimos comer. Y el hambre es una palabra. Seis letras. Un encogimiento de hombros, una duda (pasta o filete) que se resuelve abriendo la nevera. Y como no sostenemos la mirada de un niño famélico, como no entrevistamos a Aisha para escuchar su historia de las dos vacas, vivimos bien, con emoticonos de autoayuda en redes sociales. Tranquilos. Bien. 

Hasta que llega este ensayo, esta crónica personal, esta denuncia apasionada en forma de obra de arte literaria, y la palabra hambre explota. Se despoja de su disfraz, de las capas de significados superfluos y aparece ante ti, violenta y aterradora. Y explota. Explota en cada capítulo, en cada frase que duele y que quieres copiar para enseñársela a alguien, mira, mira, mira. Explota en cada dato, nombre, anécdota. Explota y sabes que ya no volverás a vestirla con los disfraces hipócritas y ofensivos de siempre. Explota. Y algo ha cambiado, una palabra nueva, una realidad nueva se abre paso en tu cabeza, el hambre ya es otra cosa, mucho más fea, mucho más insoportable, ahora el hambre golpea, ahora se mueve dentro de ti, busca, escarba y encuentra.