lunes, 27 de febrero de 2017

LA CASA. CRÓNICA DE UNA CONQUISTA

Me encanta viajar. Recorrer lugares desconocidos; llegar lejos, en kilómetros y en costumbres; aprender nuevas formas de vivir, de nombrar cosas, de mirar o de comer. Y en todo el proceso, sentir cómo se tensa ese hilo flexible de la distancia que me une a mi casa, al interior de esas cuatro paredes que llamo hogar y que me sustenta y me define como persona. 

Me encanta viajar. Pero una de las partes que más disfruto de los viajes es el regreso. Anticipar la conocida forma de mi almohada, el tacto rugoso de la madera del suelo en mis pies desnudos o la forma en que se balancean, tras el cristal de la ventana de mi cocina, los árboles del parque. 

La casa como raíz.
La casa como refugio permanente ante cualquier problema. 
La casa como reducto inviolable de intimidad. 
La casa como conquista. 

Pero no siempre fue así. La idea de que una persona corriente pudiera vivir en una casa el tiempo necesario para considerarla suya no se generalizó hasta el siglo XVII. Hasta entonces, la mayoría de la población cambiaba tan a menudo de vivienda que no se imaginaba la posibilidad de establecer un vínculo de ningún tipo con ella. Incluso los propietarios de larga duración solían considerar sus casas lugares donde comer y dormir: la vida diaria se articulaba fuera: en los trabajos, en las calles, siempre en comunidad. Los ricos, por su parte, utilizaban sus casas para presumir, para exhibirse, las compraban y vendían como caballos de carreras: eran formas de demostrar poder o inversiones que rentabilizar.

A principios del siglo XVII, Amsterdam florecía gracias a su comercio y se convirtió en el paraíso de la incipiente burguesía. Sus férreas leyes urbanísticas propiciaron trazados coherentes, casas al alcance de muchos bolsillos (bolsillos enriquecidos por el comercio, eso sí) construidas para durar. No solamente su prosperidad atrajo a gente de todos los lugares, cultos y condiciones, en una época en la que la tolerancia no era la principal virtud de los demás países: Amsterdam propició que la gente se enamorara de sus casas. Y, al igual que la mayoría de sus fachadas y paredes, es un amor que se mantiene intacto, tal y como sus habitantes lo concibieron. 

Amsterdam en 1611 es solamente uno de los capítulos de este cómic grandioso, en contenido y en peso. La intención de Daniel Torres al iniciar este proyecto era tremendamente ambiciosa: hacer una historia de la relación entre las personas y su casa para descubrir en qué medida esta define nuestra forma de ser. Una historia que empezara en el Neolítico y terminara hoy en día, y que combinara personajes de ficción, textos históricos, tramas intrigantes y planos urbanísticos encuadrados en una asombrosa variedad de estilos de ilustración para dar una idea global, exhaustiva y amenísima de lo que significa la idea de hogar en nuestras vidas. El resultado es una obra de arte apabullante, espectacular, inabarcable. 

Las casas guardan nuestros secretos. Todo lo que no decimos, todo lo que no está escrito lo saben nuestras cortinas, nuestra cama, nuestro sofá. Cuántas veces no habremos oído aquello de "si estas paredes hablasen...". Pues bien, este libro es su voz. Y tiene todos sus secretos. 



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