jueves, 1 de diciembre de 2016

MÃN

La literatura asiática demuestra muy a menudo, al igual que la africana, una capacidad para describir los olores y los sabores que nunca encuentro en la literatura europea. Es como si hubiéramos perdido dos sentidos y nos conformáramos con ver, escuchar y tocar. Las descripciones de los sabores y los olores en el último libro de Kim Thúy dominan el relato e influyen en las emociones de la protagonista, hasta el punto de condicionar sus recuerdos, sus expectativas y su forma de entender la realidad que la rodea. Con este libro uno descubre que existen olores duros y blandos, tiernos u olvidadizos. Que los sabores pueden venir cargados de obsesiones e impotencia o, al contrario, llevarse consigo la preocupación de una dura jornada laboral y dejarnos ligeros y relajados para disfrutar de la noche.

La capacidad de percepción de los olores y los sabores define parte de la cultura del Sudeste Asiático, pero hay muchos más rasgos característicos descritos en este libro que me han llamado la atención. Por ejemplo, para empezar una conversación, los vietnamitas suelen hablar de la familia y de su lugar de origen. Se consideran parte de algo más que ellos mismos, un grupo que les da sentido y sin el cual se sentirían de alguna forma desnudos, desorientados. Ese grupo al que pertenecen define su identidad por su lugar de origen. Es decir, son lo que son porque pertenecen a una familia y porque vienen de un lugar. Esta vinculación a la familia y a la tierra cobra todavía más importancia cuando dos vietnamitas se saludan en el exilio. Lo primero que hacen es preguntar por los parientes del otro y por su pueblo o barrio natal, esperando conocer a los unos y al otro para establecer un contacto en los orígenes que los hermane en tierra de extraños, que les proteja del desarraigo.
Esta forma de mirarse a través de las raíces es conmovedora, pero también conlleva una pérdida de inocencia y de individualidad: ya nadie, excepto los extraños occidentales que pueblan el país de acogida, te mirará como quien eres, una mujer sola y sin historia, una página en blanco que quizá desee escribir su propia historia, desvinculada de sus raíces.

La literatura de Kim Thúy es suavidad, ternura y delicadeza. Gestos íntimos y mínimos que ocultan las heridas como un sabor dulce oculta y envuelve en su calidez otro más amargo. Sonrisas tenues que esconden historias de horror que el tiempo y el silencio ha ido puliendo hasta volverlas suaves al tacto, inofensivas y misteriosas como una habitación en penumbra. Y también, amor. Amor inesperado y fulgurante que sólo puede vivir escondido en habitaciones de hotel o en cartas con mensajes cifrados, pues exponerlo a la luz o a la palabra explícita podría convertirlo en catástrofe. 

Este libro es delicioso. Es una sopa de fideos con gambas caramelizadas que te tomas como si te bebieras tu tierra, a quince mil kilómetros de distancia, la tierra en la que has crecido y en la que un día te amaron, y cuyo sabor te arrebataron a cambio de la promesa de un trabajo, un sueldo y un porvenir. Es la historia de una joven refugiada vietnamita en Canadá, casada con el propietario de un restaurante, en busca del sabor de su tierra, de ese condimento que significa alegría o seducción u olvido. Es elegante, es evocadora. Y con muy pocas palabras me ha abierto los sentidos a los detalles sin importancia. A la amistad, a las sonrisas que saludan todos los días "con el entusiasmo de una arqueóloga que hubiese descubierto la huella del primer beso". A lo que se ignora si no prestas atención, a la poesía que se esconde de los ojos que no saben mirar más allá de lo literal. A la importancia de "respirar siempre profundamente, no sólo lo necesario".

Hablar de este libro es un poco inútil. Es como tratar de explicarle a alguien las características de una llama en la oscuridad. Mejor cogerle del brazo y decirle: ven, entra, lee y disfruta tú mismo de esta luz. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario