viernes, 29 de julio de 2016

GLENN GOULD

Cuando buscas en Google Variaciones Goldberg, antes de terminar de teclear te aparece el nombre de Glenn Gould. Es como si le pertenecieran, hay un vínculo indestructible entre el pianista canadiense y la obra de Bach. Un vínculo que lleva vivo como mínimo desde 1981, el año de su segunda y más famosa grabación de las variaciones. Tuvo tanto éxito esa versión que hoy en día la mayoría de los amantes de la música de Bach que quieren lo mejor para sus oídos presumen de escucharla en el coche, en el baño, en todos sitios, porque es su favorita. Y yo me pregunto: ¿han escuchado otras? ¿Qué criterio han seguido para encumbrar esta versión y descartar otras? ¿Saben cómo surgió, quién era Gould en 1981 y en qué se había convertido?

Glenn Gould fue un pianista prodigioso. Dejó de tocar en público con poco más de treinta años porque detestaba la masa de espectadores (la llamaba "fuerzas del mal"). Canturreaba y se contorsionaba sobre la banqueta y le gustaba tocar encorvado, con la cara a pocos centímetros de sus manos, sentado muy cerca del suelo. Se tomaba la tensión varias veces al día, se atiborraba de pastillas y llevaba siempre guantes para protegerse las manos. Llevaba cuentas y anotaciones de todo lo imaginable en cuadernos clasificados por años. Se presentaba siempre con bufanda y abrigo ya fuera verano o invierno. Y, sobre todas las cosas, adoraba los estudios de grabación. Allí se sentía a gusto. A salvo de cualquier contratiempo. Podía repetir un compás veinte, cuarenta, doscientas veces, si quería, hasta que saliera perfecto. Podía canturrear y contorsionarse sin pensar en las miradas reprobatorias de las "fuerzas del mal". Era un tipo de reclusión monástica en la que él tenía todo el control y donde podía buscar sin prisa el ideal de belleza que habitaba en su cabeza. Una reclusión de la que surgieron las Variaciones Goldberg en 1981, destinadas a moldear la percepción de esta obra en la mente de millones de amantes de la música de todo el mundo. 

Glenn Gould fue un pianista prodigioso. Encantador y excéntrico. Maniático e hipocondríaco. Incapaz de amoldarse a exigencias de etiqueta o a normas de conducta. El mundo tenía que aceptarle a él tal y como era, porque él no tenía ninguna intención ni capacidad de adaptarse al mundo. Y esa singularidad, esa excentricidad que define su carácter está ahí, en la música que grabó. Se puede escuchar desde la primera nota de estas Goldberg, en la decisión de tocar el Aria a un tempo que el propio Bach habría considerado ridículamente lento, en la búsqueda obsesiva de la perfección, de una idea suya, que sólo le pertenecía a él, y que estaba por encima de Bach y del piano y de toda la música que tocaba. 

Glenn Gould se convirtió, muy pronto, en un pianista de culto. No tanto por la excelencia de sus interpretaciones sino por la excentricidad de su carácter. A la gente que no se dedica al arte le gusta pensar que los artistas están hechos de otra pasta. Quizá por el afán mitómano de elevar a un altar aquello que se admira. O simplemente porque distanciarse de la naturaleza de los artistas les hace olvidar que quizá ellos también podrían serlo y no lo son. El caso es que Gould encarnó el prototipo de genio: solitario, obsesivo, inclasificable, hipocondríaco, excéntrico, asocial. Y el mundo lo convirtió en mito, sin sospechar que su música es un reflejo de su carácter y es, también ella, obsesiva, excéntrica e inclasificable. Me pregunto si la gente que presume de escuchar en el baño y en el coche su versión favorita de las Variaciones Goldberg sabe de verdad quién las tocaba, qué cantidad de manías se esconden detrás de esas notas y lo poco que se parece esa música a la que tenía Bach en la cabeza cuando las compuso.

Glenn Gould, 1955

Reconozco que he utilizado la lectura de este libro de Sandrine Revel para ajustar alguna antigua cuenta personal con Glenn Gould. El cómic es espléndido. El dibujo, de una precisión y una delicadeza admirables. Y creo que retrata muy bien el carácter del pianista canadiense a través del contraste entre su vida de veinteañero sufriendo en las salas de concierto de medio mundo y su última etapa, enfermo y obsesionado con una nueva grabación de las Goldberg. En mi época de conservatorio, Gould era una rockstar. Me fascinaba, a la vez que me repelía. Me asombraba el genio, la sensibilidad extrema, la novedad en todo lo que hacía, la sorpresa constante que era escuchar un disco suyo. Pero no era capaz de aprender nada de él. Era demasiado él mismo para crear escuela. Para ser ni remotamente didáctico. Lo que hacía era asombroso, pero sólo podía hacerlo él. Imitarlo habría sido una caricatura, un desastre. Y sigo pensando que es maravilloso y que no me gusta. Porque me frustra admirar algo de lo que no puedo aprender nada. 




miércoles, 20 de julio de 2016

LA LUZ QUE NO PUEDES VER

Marie-Laure vive con su padre en París, cerca del Museo de Historia Natural, donde él trabaja como responsable de sus mil cerraduras. Cuando, siendo muy niña, Marie-Laure se queda ciega, su padre le construye una perfecta miniatura de su barrio para que pueda memorizarla gracias al tacto y encontrar el camino a casa. A sus doce años, los nazis ocupan París y padre e hija tienen que huir a la ciudad amurallada de Saint-Malo. Con ellos se llevan la que podría ser la más preciada y peligrosa joya del museo.

En una ciudad minera de Alemania, un huérfano de trece años llamado Werner crece junto a su hermana pequeña, Jutta, cautivado por una rudimentaria radio que ambos encuentran. Werner se convierte en un experto en construir y reparar estos aparatos cruciales para los nuevos tiempos, un talento que no pasa desapercibido a las Juventudes Hitlerianas. El horror y también la amistad son componentes que hacen de este relato un texto que no deja respiro, a veces es necesario abandonarlo por unas horas para recuperarse y poder continuar.

Siguiendo al ejército alemán, Werner deberá atravesar el corazón de Europa en guerra. Hasta que en la última noche antes de la liberación de Saint-Malo, los caminos de Werner y Marie-Laure por fin se cruzan. Y sus vidas cambian para siempre. 

La Segunda Guerra Mundial, paradigma de todas las guerras, en una reflexión que todos los gobernantes de tantos países en conflicto, veintidós en este momento, deberían hacerse, y leer este libro sería una buena forma de sensibilizarse. Guerras como la de Siria, con sus millones de desplazados y sus ciudades arrasadas, la de Irak, Afganistán, Birmania, la más antigua, en las que se utilizan a millones de niños, son una violación constante de los Derechos Humanos. 
     
Los premios Pulitzer, como éste, suelen ser garantía de calidad. Recientemente se ha traducido por primera vez al español el que concedieron a Edna Ferber con Así de grande en 1925, un delicioso libro. También fue premiado El jilguero, de Donna Tart y clásicos ya como Matar un ruiseñor, La uvas de la ira o El viejo y el mar disfrutaron de este galardón.



miércoles, 13 de julio de 2016

LA MUJER DE LA LIBRETA ROJA (Firma invitada)

En verano tenemos la mala costumbre de querer cogernos unos días de vacaciones y, por lo tanto, para no cerrar la librería, cuando nos quedamos aquí, trabajamos más. Eso quiere decir menos tiempo para leer. Menos tiempo para escribir reseñas. Y nuestro blog, el pobre, abandonadito. 
Para ponerle remedio, hemos decidido invitar a Patricia, una amante devota y entusiasta de los libros que tiene la suerte de disfrutar de unas vacaciones largas de verdad, a que comparta con nosotros en nuestro blog alguna de sus lecturas veraniegas. 
Aquí tenéis la primera. 

"¡Por fin llegó el verano! Y con él más horas en el día para leer y disfrutar de decenas y decenas de nuevas historias. Hay mucha gente que aprovecha el verano para hincarle el diente a grandes (y voluminosas) obras de la literatura universal y aprovechar el tiempo extra para detenerse a degustar minuciosamente el lenguaje y las tramas de tal o cual novela. Otros, sin embargo, buscan lecturas refrescantes, ligeras, entretenidas, un poco en consonancia con la vida de vacaciones. A mí me da igual. Tengo pendiente El Quijote y mientras tanto picoteo otras cosas más intensas o más livianas.

Mi última lectura ha sido de las del segundo grupo: las refrescantes lecturas para veranos de piscina y playa. La mujer de la libreta roja, del francés Antoine Laurain, es una novela corta que saca de paseo a sus lectores por el París de Modiano y de las librerías. Protagonizada por un librero de cuarenta y tantos años, cuenta sus aventuras en la búsqueda de la dueña del bolso morado que ha encontrado tirado sobre un cubo de basura de camino en su paseo matutino por el barrio donde vive y donde tiene montada la librería. Lo que comienza como un acto cívico al querer devolver el objeto a su dueña, pasa a ser un juego de pesquisas y se termina convirtiendo en la obsesión del protagonista por encontrar a la dueña del contenido del bolso.

Cargada de libros y referencias literarias, así como llena de buenas dosis de intriga e ingenio, esta novela es tan refrescante como un chapuzón veraniego. O si no, la excusa perfecta para pasearnos una vez más –aunque sea desde las páginas de un libro– por las calles y callejones de nuestra querida París. El mejor plan deseable para este julio madrileño de calor porque contiene una combinación perfecta: un librero y París."

Patricia Bejarano



miércoles, 6 de julio de 2016

INSTRUMENTAL

Llevaba escuchando maravillas de este libro desde principios de año. Parecía un libro para dejar en la sección de música, pero se vendía demasiado para dejarlo allí perdido. Parecía un libro-testimonio de esos que arrasan un mes y al siguiente nadie los recuerda, pero la gente se lo sigue llevando con la ilusión primeriza del que está a punto de enamorarse hasta las trancas. Es un libro sobre música y está bien que acompañe a Bach, Beethoven, Wagner, Satie, Debussy y cualquiera que se encuentre ahora mismo tomando té (o absenta) en esa estantería. Es un libro-testimonio de esos que arrasan así que está bien para empapelar escaparates, amontonar en inmensas e inestables pilas y que todo el mundo reciba múltiples impactos del dibujo de la cara de Rhodes de la portada al entrar en la librería o simplemente echar un vistazo desde fuera. Se puede catalogar de muchas maneras, pero ante todo es un libro que enamora, que te machaca y te eleva, y sólo por eso se merece todo lo bueno que le lleva pasando desde que el bueno de James Rhodes reunió el valor y la insensatez de publicarlo. 

Se me ocurren demasiadas razones para recomendar este libro. Demasiadas para esta reseña, que va a quedar larguísima, así que empecemos sin preámbulos: la primera razón es la necesidad de que la gente sepa qué es el abuso sexual infantil. Al escribir esto, estoy seguro de que acabo de perder a varios lectores. Han arrugado la nariz, han exhalado un hastiado o enojado "uff" y se me han ido. De la misma forma que cuando en la librería pronunciamos palabras como "transexual", "homofobia" o "feminicidio" mucha gente deja de escucharte, te ignora o simplemente te corta a mitad de frase diciendo: "uy, qué va, dame algo más normal, que estamos en verano", mientras te mira con ojos de: "¿pero por qué coño me estás diciendo esas cosas asquerosas?" 

Creo que es importante hablar de las cosas perturbadoras con las palabras exactas porque mucha gente tiende a esconderse detrás del lenguaje que utiliza. Si dices "tener relaciones" en lugar de "hacer el amor" o "follar" estás diciendo que te da tanta vergüenza la idea del sexo que no puedes ni nombrarla. Admítelo, son palabras que te resultan asquerosas, repugnantes, infames. Y yo me pregunto, ¿qué tiene el sexo de impronunciable? ¿Qué tipo de trauma infantil han sufrido aquellos que no son capaces de hablar de sexo con naturalidad pasada la adolescencia? Lo asqueroso, repugnante e infame no está en el lenguaje, sino en la intención con la que se utiliza y en la sensibilidad moldeada por la ignorancia y los prejuicios de quien otorga valores morales a palabras que no los tienen. 

Los eufemismos, qué grandes impostores. Los eufemismos son las mentiras con las que escondemos nuestras flaquezas, nuestra vergüenza, nuestros traumas. Si a un adolescente no le hablas de sexo, lo esconderá. Si no lo conviertes en algo explícito, si no vences su natural resistencia a hablar de su intimidad, esta nunca será normal. Si encima lo cargas con conceptos aprendidos de una retrógrada y criminal moral católica, si vinculas el sexo a la culpa, a lo oscuro, a lo vergonzoso, a la perversión y al asco, entonces se retraerá, lo considerará un secreto, frágil, inexplicable puesto que no se le pueden poner palabras. Vulnerable a cualquier ataque, puesto que está feo hablar de ello. Y se convertirá en una persona desconfiada y capaz de protegerse con violencia si no encuentra otro recurso en su educación o en su carácter.

Los eufemismos generan monstruos. Monstruos ciegos e ignorantes. Como esa parte de la población que no puede asociar la palabra violación con un niño. Y se pone los guantes y pasa de puntillas por la idea llamándola "abuso". Pues no. No puede ser. Abuso es otra cosa, y James Rhodes lo dice muy bien: "Abuso es cuando mandas a la mierda a un guardia de tráfico. No es abuso cuando un hombre de cuarenta años le mete la polla por el culo y a la fuerza a un niño de seis años. Es muchísimo más que un abuso. Es una violación con ensañamiento que provoca múltiples operaciones, cicatrices (internas y externas), tics, TOCs, depresión, impulsos suicidas, enérgicos episodios de autolesiones, alcoholismo, drogadicción, los complejos sexuales más chungos, confusión de género ("pareces una chica, ¿estás seguro de que no eres una niñita?"), confusión sexual, paranoia, desconfianza, una tendencia compulsiva a mentir, desórdenes alimenticios, síndrome de estrés postraumático, etc."

La gente que llama abuso a una violación está utilizando el lenguaje para taparse la nariz y trivializar un delito gravísimo que en realidad no está capacitada para entender. Así que basta ya de llamar abuso a las violaciones de niños, basta de remilgos lingüísticos y afrontemos las palabras crudas y salvajes y despiadadas que sirven para describir el mundo y lo que la gente hace en él. Aquí no valen las parábolas, las metáforas ni los castillos de Disney. No valen la prudencia ni la delicadeza. Si no puedes escucharme hablar de violación infantil en la librería, si las palabras que lo describen te repugnan, no podrás entender cabalmente lo que significan, y por lo tanto nunca podrá repudiarlo y denunciarlo con la firmeza y virulencia que requiere tamaña atrocidad, y si alguna vez te cruzas con ello, lo más probable es que pases de largo tapándote los ojos igual que te tapas los oídos cuando la gente habla de ello. Si reducimos los delitos (y la vida en general) a lo que podemos manejar, si cambiamos las palabras objetivas que describen el mundo por otras que lo camuflan para adaptarlo a nuestras limitaciones, podemos acabar siendo cómplices de verdaderas atrocidades.


James Rhodes

La segunda razón para recomendar este libro es cómo está escrito. El tono y la distancia que ha puesto entre lo que cuenta y sí mismo. Yo no sé cómo contaría en un libro mi vida si hubiera sufrido una parte (no digo ya todo) lo que ha sufrido James Rhodes. Lo que sí sé es que la voz que ha encontrado para relatar las atrocidades, con todos los datos imaginables pero sin un ápice de exceso en los detalles, me parece incomprensible. ¿Cómo es posible esa ligereza, ese humor para reírse de sí mismo, esa hiperconsciencia de quién es, esa portentosa inteligencia para comprenderse a niveles profundos y esa lucidez en medio de los desequilibrios mentales más extremos? El humor, el humor es lo que me descoloca, una y otra vez. Esa capacidad para cachondearse de sí mismo, para culparse de todo y llamarse de todo y a la vez aspirar a todo lo bueno y lo sublime que rodea la vida de cualquier persona con la sensibilidad necesaria para percibirlo. El humor en medio del infierno. El humor para cruzarlo, para sufrirlo y para salir de él. Eso me deja boquiabierto. 

Y después, su capacidad para contagiar el amor que siente por la música. Un amor equiparable solamente al que siente por su hijo. Un entusiasmo maniático, excitado que nunca descansa. Una exaltación constante por la música clásica. Otra razón, ¿la tercera ya?, para diagnosticar este libro en las recetas de todos los loqueros del mundo. La cantidad de música que es capaz de meterte en el cuerpo a base de entusiasmo puro y duro es apabullante. La música, y el piano, como motivo para seguir, como luz a la que agarrarse, como razón más poderosa para despertarse cada mañana y tener ganas de desafiar al mundo con otro pedazo de belleza, arrancado a mordiscos con sudor, paciencia y cientos de miles de horas de práctica. 

Y para terminar: soy pianista. Me considero un pianista feliz. He tocado en público obras difíciles, he sorteado las trampas de Bach, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, Chopin, Mendelssohn, Liszt, Brahms, Debussy, Dvorak, Ravel, Fauré, Rachmaninov, Shostakovich, Prokofiev y algún otro con cierto éxito y he grabado obras de todos estos genios y también obras que he compuesto e improvisado yo. La gente me suele escuchar con placer. Algunos están orgullosos de mí. Me apasiona la música clásica. Y no me quejo del caudal de música que brota de mi cabeza. Pero no recuerdo cuándo sentí por última vez unas ganas tan locas y puras y bonitas de ponerme a tocar el piano como las que me ha contagiado el bueno de James Rhodes con su libro. Le daría un abrazo de oso sólo por eso. Por saber escuchar la música con esa inocencia apasionada, con esa devoción electrizante. Y por tener la capacidad de transmitirla tan maravillosamente bien.