viernes, 10 de junio de 2016

LA REGENTA

Por favor, acompáñenme. Cójanse un par de semanas de asueto, aparquen sus series y sus cervecitas pre-veraniegas en la terraza y vénganse conmigo a esta ciudad.
Vetusta, la llaman. Vetusta, qué nombre. Un nombre que da escalofríos, noble y perezoso, un nombre para susurrar en una esquina, con sonrisa maliciosa, al paso de una pareja que pasea sus mentiras por el parque, donde todos puedan verlas. Un nombre de siesta heroica y costumbres eclesiásticas, un nombre a la sombra de su catedral de piedra húmeda. Y ya puestos, entren y suban, suban conmigo a la torre y tomen este catalejo, desde aquí verán Vetusta como si fueran dioses manejando los hilos de esas pobres marionetas que, como hormigas ciegas, se afanan sin descanso allá abajo.

Miren, justo aquí debajo, en la plaza, ya salen los canónigos del coro, rumiando sus bostezos como buenos funcionarios. Ya sale también el magistral, don Fermín de Pas, confesor de la Regenta, manteando sus ropajes para subrayar su mística importancia, quizá de camino a una reunión en casa de la condesa, ocultando su furioso deseo de atraer a su confesante a la ambigua cercanía de su amor de clérigo. En casa de la condesa, precisamente, triunfa el bigotito fino y airoso del donjuán Álvaro Mesía, objeto de deseo de toda mujer casada o soltera, y un poco más allá, en faenas de huerta, tenemos al regente, Víctor Quintanar, dedicado a sus labores inocentes con las que tiende a olvidar que nunca ha conseguido llevar a término sus esfuerzos amorosos..., ni siquiera con su mujer. Y por último, si suben un poco la mirada y deslizan el catalejo por el balcón, se encontrarán con la bella y pálida Ana Ozores, la Regenta, vértice de un triángulo imposible, que a ratos olvida su infeliz matrimonio disfrutando de la voluptuosidad de las sábanas frías sobre su piel desnuda, placer del tacto que en su inadvertida naturalidad, nunca ha pensado que pueda llegar a ser "materia de confesión".

Vengan, bajen conmigo de la torre de la catedral y síganme hasta el caserón de los Ozores. Allí verán que de vez en cuando Ana se permite soltar el freno que sojuzga su pasión y se entrega a ensoñaciones poco virtuosas. Mientras su ingenuo esposo sale de caza, La Regenta sueña con don Álvaro cantando arias italianas, con andares mundanos, paseos y veladas, siente anhelos místicos y su pecho sufre corrientes de ternura capaces de anegar el mundo entero. Suspira con Santa Teresa y con la voz de barítono de su confesor, su amado "hermano mayor", varonil guía espiritual que siempre la salva de sus crisis nerviosas y su vida aprisionada. Ana sueña con un amor completo, un amor que no conoce pero que tiene que aspirar a ser algo más que esta vida a medias que le ha tocado. Sueña con una vida más libre donde las personas que la rodeen no estén tan concentradas en su propia estupidez, sujetas a su vulgaridad por una rutina carcelaria. Una vida libre de etiqueta, esa etiqueta que en Vetusta gobierna el mundo y garantiza el orden público, el descanso de las señoras, el correcto discurrir de las estaciones del año y hasta la armonía celeste. Porque suprimida la etiqueta, sin duda "las estrellas chocarían y se aplastarían" y aquella mujer que se atreviera a tamaña afrenta no sobreviviría a su osadía.

Leopoldo Alas "Clarín"

Y ahora, una vez que han conocido desde las alturas y desde los interiores a esta pobre Regenta, enclaustrada en la épica cárcel de Vetusta, háganme caso y déjense llevar por la prosa milagrosa de este treinteañero de seudónimo marcial, demórense en las descripciones, en la búsqueda de la psicología de cada uno, cavando más y más hondo con las palabras para alcanzar los niveles profundos, allí donde el drama se vuelve complejo y a veces ininteligible, enredado en múltiples anhelos de densidades temibles. Déjense tentar como Ana que, agarrada a los barrotes de esa jaula en la que vive, hecha de prohibiciones, acaricia la tentación como su única posesión verdadera, su único placer. Déjense deslumbrar por el virtuosismo de su lenguaje, por los juegos florales de su prosa, colorida, precisa, audaz, genial en sus metáforas suaves y crueles. Déjense seducir por este narrador que todo lo sabe, que mientras parece apiadarse de las flaquezas de sus pobres personajes, va soltando sus burlas y su sorna hasta armar una crítica irónica y despiadada de una sociedad podrida de corrupción moral e hipocresía, que "arde en el santo entusiasmo de la maledicencia".

La Regenta es una novela sobre la intimidad silenciada. Sobre los anhelos que el pudor sofoca y que permanecen siempre ocultos, detrás de cada gesto y cada palabra, creciendo y creciendo hasta volverse insoportables y llevar a una mujer sensible, que siempre ha amado más que creído, al borde del terror y la locura.
Por favor, acompáñenme en este viaje.
Les prometo dulces recompensas.



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