lunes, 7 de marzo de 2016

LA FLOR PÚRPURA

Hay una autora de nombre imposible de recordar cuyos libros se venden como si estuvieran prohibidos. La gente se los lleva con ansia, con secretismo y ojos encendidos. A veces los envuelvo para regalo y, al pegar el último trocito de celo en el papel estampado, la clienta me lo quita de las manos y se lo mete en el bolso con premura, rechazando la bolsa que le ofrezco, como si alguien se lo fuera a arrebatar y no quisiera que nadie viera lo que ha comprado. Los títulos de sus libros sugieren colores fogosos, nombres exiliados y plantas exóticas. Y también, una actitud ante uno mismo y ante la vida que, como ella bien dice, todos deberíamos compartir. 

Acabo de terminar su primera novela, La flor púrpura, escrita con 25 años, y ando fascinado. ¿Qué vivencias se esconden tras una escritura tan serena, tan sabia, tan desprovista de ira y de afán de venganza? Lo más lógico sería esperar que esta historia hubiera sido contada para saldar cuentas; desde el dolor, por ejemplo, para asumir el papel de víctima que ansía reconocimiento, o desde la rabia, para asumir el papel de vengadora que reclama justicia. Pero no. La voz de la protagonista, una adolescente de quince años, es de una inocencia desarmante, una inocencia rota que sabe mucho más de lo que quiere admitir, pero que no busca redimirse ni encontrarse en su herida sino contar una historia que realmente merece ser contada. 

Eugene es un héroe en Nigeria. Defensor de la democracia en tiempos de revueltas militares, empresario de éxito, generoso con los pobres, un perfecto producto colonial en su devoción por lo inglés y la educación. Poderoso, influyente y carismático de puertas afuera. Dictador, maltratador y represor con su mujer y sus hijos. 
Eugene es un padre modélico. El padre que todas las chicas querrían tener. Y Kambili lo venera como a un ser superior. Y se adapta a las normas, al silencio de su vida cotidiana, al estricto horario diseñado por su padre para que nunca dude qué debe hacer o en qué tiene que emplear su tiempo para convertirse en la mejor estudiante de su instituto, en la futura mujer perfecta. Se adapta a la violencia escondida detrás de cada gesto de amor, otorgado como un regalo que debe devolverse de una manera determinada, una inversión que debe ser retribuida. Se adapta a una exigencia siempre en busca de cotas más altas de sacrificio hasta que pasa unos días con su hermano en casa de su tía Ifeoma y al volver, la superficie impoluta de su rutina, con su ritmo invariable de éxitos y castigos, empezará a resquebrajarse hasta desmoronarse por completo. 

La tía Ifeoma es el contrapunto de Eugene. Viuda, profesora de universidad, enérgica, descarada, exuberante, llena de vida. En su casa, los niños preguntan, los niños gritan, se increpan. En su casa, las preguntas se abren como mangos maduros y nadie admite que se queden sin respuesta. Kambili, por primera vez en su vida, ve cómo en las comidas sus primos hablan libremente, se dirigen sin temor ni vacilación a cualquiera y respiran aire a voluntad. Se ríen. En casa de Ifeoma se ríe y ella dirige la alegría de sus hijos con el orgullo de un entrenador de fútbol contento con su equipo. Y el aprendizaje de esa risa y de esa complicidad será un viaje del que Kambili regresará transformada para siempre. 

Chimamanda Ngozi Adichie

La flor púrpura es una novela de iniciación. De iniciación a la vida, al amor, a la brutalidad, a la búsqueda de preguntas que conformen su identidad, a la pérdida de un referente paterno y la necesidad de encontrar algo sólido que pueda rellenar ese vacío. La violencia del padre, aislada en fogonazos que llegan de improvisto y dejan al lector aturdido por su intensidad, es producto de la enfermedad que genera el fanatismo religioso: Eugene se considera en el deber de establecer lo que es correcto y lo que es impío, impartiendo castigos para expiar el pecado de cada conducta de sus hijos y de su mujer que él cree que debe corregirse. Con golpes, con latigazos, con quemaduras, con una violencia que él ejerce con dolor, con lágrimas en los ojos, convencido de que es lo mejor para ellos, que deben aprender a corregir sus errores. Una violencia que deja en su familia vidas interiores hechas pedazos, personas rotas que nunca logran recomponerse del todo porque los lugares en los que encajaban dichos pedazos han desaparecido. 

Sin embargo, cuando ya no queda nada, cuando Ifeoma emigra del país en busca de un futuro mejor, o agua potable, o electricidad, o una vida un poco más digna para sus hijos, Kambili sabe que siempre podrá volver adonde fue feliz, al lugar donde conoció la libertad de preguntar y de amar, un lugar que lleva ya incorporado en su interior y que "tenía el poder de liberar algo atrapado en el fondo de su estómago que subía hasta la garganta y surgía en forma de canción de libertad. En forma de risa". 


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