lunes, 30 de noviembre de 2015

DE VIAJE POR EUROPA DEL ESTE

En 1957 tenía veintinueve años y apenas había publicado nada aún. Lucía unos bigotes magníficos que a los europeos seguramente les recordaban a Pancho Villa, porque no dejaban de tomarle por mexicano. En Frankfurt, sin nada provechoso que hacer, aburrido de ver películas alemanas en alemán, conoció a un corresponsal italiano y a una diagramadora francesa, y juntos decidieron probar a cruzar la frontera con Alemania Oriental, el famoso Telón de Acero. Y hacerlo, además, sin avisar, de incógnito, porque "a los países, como a las mujeres, hay que conocerlos acabados de levantar." Los meses que pasaron recorriendo Europa del Este quedaron retratados en esta estupenda crónica, rescatada ahora del olvido, en la que un jovencísimo y casi desconocido Gabriel García Márquez anotó sus impresiones de ese mundo vasto y desconocido regido por el comunismo soviético.

Lo primero que le llamó la atención al joven Gabo fueron las autopistas: después de haberse tenido que abrir paso entre las multitudes de automóviles americanos de último modelo para salir de Frankfurt, las autopistas de la RDA parecían fantasmales. Kilómetros y kilómetros de asfalto vacío, desierto, como de una civilización extinguida.
Después, la gente. Cuerpos desarrapados, deprimidos, convalecientes de una guerra que parecía no querer terminar dentro de su cabeza, doce años después. Y lo más sorprendente: su tristeza. ¿Cómo era posible que un pueblo que había tomado el poder y los medios de producción, que por fin era dueño de su soberanía y había accedido a una sociedad de derecho igual para todos, se hubiera convertido en un pueblo tan triste? El trío de periodistas occidentales no salía de su asombro y vagaba por las calles desconcertado por este mundo nuevo, en pleno centro de la revolución, en el que todas las cosas parecían "anticuadas, revenidas y decrépitas".

Mientras que en Alemania Oriental se notaba inmediatamente que la revolución había sido injertada desde Rusia de una forma brutal y chapucera, en Praga la vida se parecía mucho a la de cualquier capital capitalista. No había signos visibles del servilismo oficial hacia el Kremlin, tan palpable en Berlín Este o en Hungría, ni la ropa o las costumbres de la gente parecían anacrónicas. De hecho, García Márquez tuvo serias dificultades para encontrar gente asustada o rincones de pobreza en la población checa. Hasta que, una madrugada, al salir de una fiesta, observó que una mujer se quitaba las medias en plena calle y se las guardaba en el bolso, antes de volver a casa. "Hay que cuidarlas. Las medias de nylon cuestan un dineral." Y sonrió, al contemplar los detritus de la revolución, con el mismo alborozo que al descubrir la suciedad de las playas de Niza en la que remojan sus pies los millonarios. Nunca hubiera pensado que encontraría la sombra del comunismo en unas medias de nylon. 

Gabriel García Márquez

Cuando oyen hablar de los soviéticos, los polacos se desatan en improperios. Es una cólera temerosa. Resentida. Alimentada por siglos de masacres, expolios y traiciones. Los polacos, tan antiamericanos como antisoviéticos, fervientes socialistas, marxistas puros, filo-franceses, intelectuales, elitistas, católicos, introvertidos y susceptibles, son un pueblo inmanejable. Entre la militancia comunista y la militancia católica, viven "atascados en definir matices doctrinarios mientras la situación económica adquiere proporciones dramáticas." Y mientras reconstruyen ciudades arrasadas por los nazis que el Ejército Ruso dejó agonizar y muestran los horrores de Auschwitz con una imperturbabilidad escalofriante, conviven con su miseria con una elegante e inalcanzable sobriedad emocional. 

Los soviéticos son, para el autor, el pueblo más interesante. "Un poco histéricos al expresar sus sentimientos, se alegran con saltos de cosacos, se quitan la camisa para regalarla y lloran a lágrima viva para despedirse de un amigo. Pero en cambio son extraordinariamente cautelosos y discretos cuando hablan de política." En la Unión Soviética no había ninguna dificultad en encontrar las sombras de la revolución. El aislamiento de décadas impuesto por el gobierno, a menudo hacía que su pueblo quedara en ridículo frente a los extranjeros sin saberlo. Al no tener ninguna noticia del exterior, los obreros soviéticos estaban convencidos de haber inventado muchas cosas que en Occidente llevaban décadas en uso. Vivían paralizados por la burocracia, hasta el punto de que la palabra "burócrata" se había convertido en uno de los insultos más graves. Las librerías eran escasas y apenas se encontraban obras de autores nacidos en países capitalistas. Hasta ciertas obras de Dostoiesvki, como "El idiota" o "El jugador", estaban censuradas por considerarse "degeneradas y derrotistas". Por supuesto, no había ni un solo libro de Kafka disponible en la Unión Soviética. Y García Márquez se lamentaba, puesto que probablemente no habría habido mejor biógrafo de Stalin que el checo. 

Por último, Hungría. Budapest en 1957 era una ciudad paralizada por el miedo y la desconfianza. Diez meses después de la revuelta aplastada por los tanques soviéticos, el colombiano llegó con la primera delegación de corresponsales extranjeros autorizada a entrar al país. También autorizada a ver sin tocar, ver sin preguntar, sin hablar, sin andar por las calles ni comprar el pan. Ver lo que las autoridades quisieran mostrarles, y volverse. Todos los intérpretes de la delegación estaban tensos. Como advirtió el delegado francés, no solamente iban armados: estaban muertos de miedo. Dispuestos a impedir cualquier movimiento no planificado, cualquier contacto extranjero con una población aterrorizada por una represión gubernamental feroz. Budapest no parecía una ciudad. Parecía un campo de refugiados. Calles andamiadas. Gente cabizbaja. Pobreza y miedo. 

Budapest 1956

Un crónica estupenda, decía. Sin artificios, sin ínfulas de pedagogía, sin excesivo desencanto, García Márquez nos pasea por la Europa del Este a través de la mirada de la gente, de la que se atreve a hablar y de la que se esconde en las sombras, y nos muestra cómo la revolución, además de un orgullo ideológico basado en una idea falsa de progreso, no aportó a la gente más que censura, pobreza, rabia y miedo. 


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