viernes, 28 de agosto de 2015

LETRAS EN LOS CORDONES

El olor de muchos como yo, todos diferentes y casi todos iguales en el miedo y en la excitación.
Mamá se ha ido, al mundo le han quitado el peso que lo equilibraba y como no venga alguien a contrarrestar este susto se va a armar la de dios.
Algunos gritan un poquito, para probar el ruido que hace el silencio al romperse, otros juegan a pegarse para demostrar al resto que no tienen el miedo que tienen. 
Somos un grupo pero aún no sabemos que lo somos y nos movemos inquietos, algunos casi frenéticos: qué pasará ahora, qué vamos a hacer, quién va a venir.
Y entonces llega ella. Con un libro y muchas hojas, sonriendo. Habla y todos nos callamos, como el mar cuando cierras las ventanas. Habla y de su voz salen las letras de los cuentos, las letras que vamos a aprender en los días siguientes y que, si aprendemos a quererlas, nos contarán historias, se colarán en nuestros días y nos llenarán de sueños la cabeza. Y algunos, esa misma primera noche, soñaremos con las letras nuevas, viviremos aventuras disparatadas a lomos de una S intrépida o de una N vertiginosa y a la mañana siguiente, con las legañas todavía escondidas en el borde de los párpados, cuando probemos a atarnos los cordones esforzándonos en hacer los lazos y los nudos con la mano correcta, veremos una o, una a, dos eses tumbadas y hasta una p un tanto maltrecha en las lazadas y sonreiremos porque estamos empezando a descubrir que el mundo es muchísimo más grande de lo que pensábamos y que se puede ordenar y desordenar de todas las formas imaginables para hacerlo más bonito y más sorprendente. 

Todos hemos tenido una maestra o un maestro que nos ha cambiado la vida. Gracias por las letras en los sueños y en los cordones, por aprender enseñando, por enseñar aprendiendo. 



"Flor es la más grande de nosotros siete. 
Tiene siete años. 
Por eso, y porque es muy valiente, podemos ir a la escuela con ella. 
No le tiene miedo a la oscuridad ni a los espantos que dicen que aparecen a las seis de la mañana.
[...]


A Flor le gusta la escuela, le gusta mucho, 
y más desde que le dieron el libro de lecturas.
No se le arruga porque lo cuida mucho, pero si sigue así,
se va a quedar sin dedo, de tanto pasarlo por las letras.
[...]


Flor ya sabe leer, dice que las letras,
que a mí me parecen unos dibujos muy difíciles de entender y de juntar,
son contadoras de cosas 
y que cuando aprendes a leer es como si te contaran cuentos. 
A mí las letras no me han contado nada todavía,
yo creo que saben que no me gustan y se quedan calladas.
[...]


El otro día mi mamá se puso a llorar 
cuando Flor le dijo lo que quería ser cuando fuera grande como ella.
Estuve a punto de ir a darle una patada a Flor por hacerla llorar
pero mi abuela me explicó que a veces uno también llora de alegría cuando le cuentan algo bonito.
Entonces le pregunté que qué podía ser tan bonito para que mi mamá se pusiera así y me contó que Flor les había dicho que cuando fuera grande quería ser maestra."




martes, 25 de agosto de 2015

LA BALADA DEL CAFÉ TRISTE

Rellenar huecos. En eso consiste buena parte del esfuerzo que hago para tratar de ser un poco menos ignorante. En vez de veranear todos los años en el mismo sitio, con las mismas personas y en el mismo idioma, busco lugares desconocidos con gente nueva y, a ser posible, en culturas distintas que me sorprendan; en vez de leer y releer las obras completas de cuatro o cinco autores, junto a todo lo que se ha podido escribir a lo largo de la historia sobre ellos, diversifico mi curiosidad hacia los lados del cuadro, hacia lo que me resulta menos cercano o conocido y, por lo tanto, más enriquecedor.
Es una especie de afán de coleccionista. No parar de pasear por una gran ciudad hasta no haber recorrido varias veces todas sus calles, hacer mapas mentales de escritores por países y épocas y relacionarlos unos con otros de la forma más libre y caprichosa por influencias, afinidades (sobre todo mías) e intenciones (sobre todo inventadas). Ver vastos espacios de tierra sin conocer, autores y corrientes literarias enteras por descubrir como subcontinentes vírgenes y salvajes llenos de peligros y placeres por explorar.
A eso, entre otras cosas, me dedico. Personal y profesionalmente. A rellenar huecos. Huecos, a veces, inconfesables. Como Carson McCullers. 

No tengo intención de hablar del argumento de "La balada del café triste", del tipo de historia que es, de la ambientación, personajes, etc. No. Es una historia corta, apenas noventa páginas. Es un clásico. Una obrita maestra. Y merece la pena que sea la propia autora quien se encargue de desvelar la trama a su ritmo y con sus sorpresas a quien le apetezca conocerla y rellenar su propio hueco.
Ahora me apetece citar un párrafo célebre de este libro y hacer un par de comentarios sobre parte de lo que he pensado al leer a esta autora:

"Ante todo, el amor es una experiencia compartida por dos personas, pero esto no quiere decir que la experiencia sea la misma para las dos personas interesadas. Hay el amante y el amado, pero estos dos proceden de regiones distintas. Muchas veces la persona amada es sólo un estímulo para todo el amor dormido que se ha ido acumulando desde hace tiempo en el corazón del amante. Y de un modo u otro todo amante lo sabe. Siente en su alma que su amor es algo solitario. Conoce una nueva y extraña soledad, y este conocimiento le hace sufrir. Así que el amante apenas puede hacer una cosa: cobijar su amor en su corazón lo mejor posible; debe crearse un mundo interior completamente nuevo, un mundo intenso y extraño, completo en sí mismo. Y hay que añadir que este amante no tiene que ser necesariamente un joven que esté ahorrando para comprar un anillo de boda: este amante puede ser hombre, mujer, niño; en efecto, cualquier criatura humana sobre esta tierra. Pues bien, el amado también puede pertenecer a cualquier categoría. La persona más estrafalaria puede ser un estímulo para el amor. Un hombre puede ser un bisabuelo chocho y seguir amando a una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw dos décadas atrás. Un predicador puede amar a una mujer de mala vida. El amado puede ser traicionero, astuto o tener malas costumbres. Sí, y el amante puede verlo tan claramente como los demás, pero sin que ello afecte en absoluto la evolución de su amor. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor turbulento, extravagante y hermoso como los lirios venenosos de la ciénaga. Un buen hombre puede ser el estímulo para un amor violento y degradado, y un loco tartamudo puede despertar en el alma de alguien un cariño tierno y sencillo. Por lo tanto, el valor y la calidad del amor están determinados únicamente por el propio amante. Por este motivo, la mayoría de nosotros preferimos amar que ser amados. Casi todo el mundo quiere ser el amante. Y la verdad a secas es que de un modo profundamente secreto, la condición de ser amado es, para muchos, intolerable. El amado teme y odia al amante, y con toda la razón. Pues el amante está tratando continuamente de desnudar al amado. El amante implora cualquier posible relación con el amado, incluso si esta experiencia sólo puede causarle dolor."

Casi nadie está de acuerdo con este punto de vista, ¿verdad? Es terrible: adiós a la igualdad, al equilibrio de los sentimientos, a la intensidad compartida, a la generosidad, a la confianza, al compromiso. Adiós a esa visión idílica y homogeneizada del amor como algo que se crea junto a otra persona. El amor de este párrafo es violento, individualista y solitario. El amante convierte al amado en su adversario, lo coloca enfrente en vez de a su lado y lo transforma en un objetivo inalcanzable. Toma como excusa al amado para satisfacer su necesidad de veneración y acaba mezclando ese amor ideal con el temor y el odio hacia la encarnación que ha elegido. 

Quizá el tema de "La balada del café triste" sea la soledad. La soledad de no buscar nada y convivir con una herida dignamente durante muchos años; después la soledad de despertar a un nuevo amor y saberse amante y no amado, cobijado en ese mundo extraño y aislado, y por último la soledad de saberse traicionado por todo en lo que uno creyó una vez y quedarse los días mirando fijamente por la ventana esa vida que sigue sin que haya ninguna razón plausible que pueda explicar semejante incongruencia. 


Carson McCullers


martes, 11 de agosto de 2015

SONRÍE O MUERE

¿Te has quedado sin trabajo? Sonríe, ahora podrás aprender otro nuevo. 
¿Tu pareja te ha dejado? Sonríe, ahora encontrarás sin duda a alguien mejor. 
¿Te han diagnosticado un cáncer? Sonríe, ahora comienza el mejor momento de tu vida. 
¿Quieres comprarte un yate y no tienes dinero? Sonríe, sólo tienes que pegar la foto de tu yate soñado en tu pared y en poco tiempo será tuyo. 

Desde hace unos veinte años, la sonrisa o actitud positiva ante cualquier circunstancia de la vida se ha convertido en algo, no sólo deseable, sino conveniente, e incluso, normativo. Ver siempre el vaso medio lleno, pensar que todo va bien en el presente y que la única tendencia posible es que todo vaya a ir mejor: el optimismo como un estado mental, como dice Barbara Ehrenreich en la introducción a este libro, "una expectativa consciente que cualquiera puede alcanzar, en teoría, sólo con ponerse a ello". 
¿Y por qué habríamos de abrazar incondicionalmente el pensamiento positivo? Los especialistas nos aseguran que, además de hacernos sentir bien, el optimismo atraerá cosas positivas a nuestras vidas. "Si uno espera que el futuro le sonría, el futuro le sonreirá". Y no sólo eso: misteriosamente, los pensamientos positivos tienen la capacidad de materializarse en salud, prosperidad y éxito. 

El pensamiento positivo, tal como lo entendemos hoy, apareció en el siglo XIX en EEUU entre un grupo de filósofos, curanderos y mujeres de clase media, en parte como reacción a la moral calvinista que predicaba el esfuerzo y el sacrificio, condenando cualquier expresión emocional, y por supuesto, cualquier manifestación de alegría o felicidad. En la época constituyó una liberación de un dogma religioso que estaba causando estragos en la sociedad y en la salud de las personas. Sin embargo, con el paso del tiempo, la evolución de este pensamiento positivo y su éxito indiscutible en la sociedad, le han acercado de manera alarmante a las tesis calvinistas que tanto se esforzó en combatir. "El pensamiento positivo ya no era sólo un bálsamo para los angustiados o una cura para los que sufrían de dolencias psicosomáticas. Empezaba a ser una obligación que se les imponía a todos los estadounidenses adultos". Al final, al radicalizarse, tanto el pensamiento positivo como el calvinismo han acabado compartiendo la necesidad de adoptar una actitud determinada condenando y estigmatizando a aquellas personas que adoptan cualquier otra actitud.

Los expertos dicen que el pensamiento positivo nos hace más felices, y que la felicidad nos lleva a tener mejor salud. Si adoptamos el pensamiento positivo, no sólo tendremos más éxito en nuestra vida privada y en nuestro trabajo, no solamente cumpliremos más deseos y seremos más ricos, también viviremos más años. Martin Seligman, el gurú de la psicología positiva, al inicio de su libro La auténtica felicidad, declara sin ambages que las personas felices viven más años y tienen mejor salud que las infelices. Sin embargo, los estudios longitudinales realizados sobre la incidencia de la felicidad en la salud se limitan, en el mejor de los casos, a establecer correlaciones y no causas. ¿Las personas están sanas porque son felices, o son felices porque están sanas? Y, además, ¿cómo se mide la felicidad? Generalmente se acepta la definición de la felicidad como el grado de satisfacción con su propia vida. Y aquí es donde la psicología positiva muestra su debilidad, no ya como ciencia, lo cual es obvio, sino como sistema válido para promover la felicidad en las personas. Según Seligman, las circunstancias que rodean a la vida de una persona no tienen una incidencia significativa para la consecución de la felicidad. Debemos mirarnos hacia dentro, ajustar nuestra mentalidad, controlar nuestros pensamientos negativos, estar alertas, sonreír, ser positivos siempre para ser felices. Que estemos en paro, vivamos en un basurero de Nueva Delhi, tengamos cáncer en fase terminal o nos desahucien de nuestra casa es lo de menos. 
Pero no es un despiste ni un olvido de un empresario millonario estadounidense jugando con métodos pseudocientíficos a decirnos cómo ser felices. No, ni mucho menos. La psicología positiva, lejos de promover mejoras sociales que favorezcan las circunstancias para que la gente pueda ser más feliz, se alinea directamente con la patronal. De hecho, el propio Seligman rechaza explícitamente el cambio social, afirmando que "cambiar las circunstancias generalmente no sirve para nada y sale caro". 

A mí me parece excelente que se promuevan la alegría y los pensamientos positivos. De hecho, me encantaría que la gente tuviera las condiciones necesarias para vivir mejor y tener motivos de celebración continuos. A mí tampoco me gustan los gruñones y los quejicas, que deambulan por el mundo sembrando su insatisfacción crónica en los demás. Pero adoptar un pensamiento positivo como norma, como norma individual y como norma social, en las relaciones humanas y laborales a gran escala, me parece terriblemente peligroso. Y además, creo que denota una ansiedad y una inseguridad galopantes. Si de verdad estamos más o menos conformes con nuestra vida, ¿por qué deberíamos reprimir y censurar cualquier pensamiento que no fuera positivo? Y si no lo estamos, ¿no deberíamos canalizar nuestros esfuerzos en modificar las circunstancias que lo impiden en vez de autoengañarnos con la ilusión de que con el mero control de nuestro pensamiento vamos a poder cambiar la realidad?

En este libro, Barbara Ehrenreich critica de una manera elegante e incisiva la tiranía del pensamiento positivo, y cómo la moda de sonreír y ver una suerte u oportunidad en cada circunstancia de la vida anula el pensamiento crítico, desprecia la percepción racional de la vida y nos convierte en esclavos de un sólo punto de vista sobre la realidad.



jueves, 6 de agosto de 2015

UN HOMBRE ENAMORADO

Existe un pacto implícito entre escritor y lector, un pacto extendidísimo en la literatura actual (no así en la del siglo diecinueve y principios del veinte) que viene a decir lo siguiente: yo, como escritor, puedo llevarte a dar un paseo por un bosque durante treinta páginas o tenerte clavado a la silla en una cena con gente insoportable más de la mitad de mi novela pero tú sabes que nada es gratuito, que cualquier aparente trivialidad va a tener un significado importante y, a la larga, se convertirá en una pieza clave para entender el conjunto de la historia.

Toda buena novela suele estar construida a base de piezas más o menos pequeñas que, a medida que va avanzando la historia, se van ensamblando hasta constituir un todo con sentido. Ese episodio un poco tedioso del principio lo leemos con paciencia porque sabemos que en algún momento tendrá un papel decisivo, saldrá a escena y brillará con luz propia bajo otra perspectiva. De alguna manera, trascenderá su propia insignificancia. 
Es un pacto implícito que damos por hecho. Hoy en día, la mayoría de los buenos escritores lo cumplen, cada uno a su manera. 

Pero Knausgard no. 
Knausgard rompe el pacto. En sus novelas, todo es significativo en sí mismo. Cada detalle, cada escena cotidiana, cada digresión filosófica o literaria parecen piezas de un puzle que nunca van a encajar, piezas sueltas, sin conexión aparente entre ellas. La sensación al llegar a la página sesenta es de extrañeza: ¿qué estoy leyendo? Un hombre agobiado por la carga de sus tres niños pequeños, echando pestes de su paternidad y permanentemente enfadado con su mujer. Vale, ¿y qué significa? Pues nada. Lo mejor es que no significa nada más que lo que te está contando. Y al mismo tiempo, al internarte más profundamente en el bosque extraño de la novela, te das cuenta de que todo tiene sentido, de que todo forma parte de un conjunto coherente y global que funciona a la perfección, con todas sus digresiones y mínimas anécdotas. 

No tengo muy claro cómo lo hace. Quizá sea la irresistible fuerza gravitatoria de la primera persona, ese yo-escritor desnudándose y desnudando a sus seres más cercanos, que convierte cada escena en algo lleno de significado. No lo sé. Pero lo que está claro es que la fascinación que es capaz de ejercer con cada detalle trivial de su vida es abrumadora. Y no saber cómo lo hace es quizá una parte importante de la adicción que genera.

Creo que a la hora de escribir un libro autobiográfico, un escritor se enfrenta a dos cuestiones fundamentales: dónde poner el límite del pudor y qué distancia adoptar entre el yo real y el yo narrador. Después de haber leído este libro, me pregunto si Knausgard de verdad se ha puesto una línea roja sobre lo que iba a contar y lo que no. No lo parece. Su vida, exterior e interior, está descrita con una minuciosidad tan apabullante, y a la vez con una inocencia tan transparente, que uno tiene la sensación de ver a través del personaje, de ser el espectador privilegiado de sus más íntimos secretos, glorias y miserias. Pero lo que más me asombra es cómo logra, aparentemente, fusionar el yo real con el yo narrador. Nunca podremos saberlo, pero no parece haber distancia ninguna, el narrador vive pegado a sus vivencias, pegado a su historia, son todo uno, su historia y él mismo. 

¿De qué trata este libro?, me preguntan. Pues no sé, la verdad, les respondo. De todo y de nada. ¿De qué trata una vida? Es la historia de una voz, de un hombre de treinta y cinco años que se enamora, tiene tres hijos y camina permanentemente por el borde de su propio abismo, debatiéndose entre su necesidad de amor y su deseo de soledad. Es la historia de la construcción de una identidad, de una vida, de la mirada de un ser humano sencillo que tiene una historia compleja que contar. Y ante todo, es la historia de alguien que se sienta ante una mesa y, simplemente, escribe.