viernes, 15 de mayo de 2015

MÚSICA PARA FEOS

Ese estado en el que el paso del tiempo ha diluido la añoranza, y la ausencia de aquella persona que un día nos hizo vivir ya no nos despierta de madrugada. 
Ese momento justo en el que aún la recordamos con frecuencia pero ya no la echamos de menos, porque nuestra vida ha cambiado de rumbo. 
Ese instante preciso en el que la indiferencia todavía no ha hecho presa de nosotros y podemos sentir cierta ternura distante, algo irónica y con un regustillo sabio, quizá, por aquel amor que hoy no es más que una página aislada de nuestra historia, una página cada día menos triste. 
Esa noche en la que vemos nevar por la ventana y por fin comprendemos que seguimos viviendo a pesar de las promesas rotas, que aunque a veces nos preguntemos qué somos sin la cálida caricia de aquellas manos, podemos cantar muy bajito junto a la voz sensual de Norah Jones, la letra de I don't miss you at all y sentir que ya no, que por fin ya no la echamos de menos.

De ciertos libros es difícil hablar. Quizá porque uno los lee con la turbación de quien se siente tan reflejado en la historia que compartirla sería exponer dolorosamente un trocito demasiado privado de sí mismo, o quizá porque el impacto es tan directo y tan brutal (tan en el centro de la propia diana) que uno no acierta a contemplar su fascinación desde la distancia necesaria para definir qué le ha gustado ni por qué.

Si me parara a analizar fríamente esta historia, le podría sacar, como a cualquiera, pequeños detalles que no terminan de convencerme. Pero prefiero dejarle ese trabajo a los diseccionadores literarios (esos afanosos seres de laboratorio) y dejarme llevar por el entusiasmo puro, por la euforia del que se deslumbra y no ve sombras ni matices ni dudas en su devoción de enamorado. 
Y no digo más. El autor lo hace mejor y así me reservo el pedacito de pudor que me queda. 

"Yo ya le había perdido, porque había jugado mal mi partida, y él la suya conmigo. Como dijo durante una de nuestras peleas, con la lucidez de la desesperanza: ni él había sabido merecerme, ni yo había sabido ganar mi lugar. Volví a escuchar un par de veces aquella noche la canción de mis pecados. La última vez a oscuras, tumbada en el sillón, sin dejar de sonreír. No podía saber si él pensaba en mí, a menudo o raramente. Por no saber, no sabía si yo no era una de varias, ni siquiera la más memorable. Pero supe que aquello que yo estaba haciendo, pensar en él y hacerlo con amor, sin resentimiento y sin ansiedad, aceptando haberle perdido y no poder recuperarlo, me hacía mejor y más feliz de lo que había podido ser mientras estaba empeñada en extenderle la factura de nuestro descalabro. Mi corazón sabía desde siempre, aunque a mí me hubiera costado tanto admitirlo, que tenía que limpiarse de aquella inmundicia para poder seguir prestándome el servicio que le era propio. Para volver a exponerse, con alguien que lo haría mejor que él, alguien que sería quien yo necesitaba como Ernesto no había acertado a serlo. Alguien a quien volvería siempre, en todas las horas oscuras, en todas las orillas tristes, en todas las noches solitarias."



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