miércoles, 27 de mayo de 2015

UNA LETRA FEMENINA AZUL PÁLIDO

Franz Werfel, el autor de esta breve fábula de 144 páginas, fue un escritor, dramaturgo y poeta, colega de Kafka y Max Brod, nacido en Praga en 1890 cuando esta ciudad pertenecía al imperio austro-húngaro. Se hizo famoso por su obra "Los cuarenta días de Musa Dagh" sobre el genocidio armenio. Fue un activo pacifista judío y se casó con Alma Mahler, con quien tuvo que huir de los nazis en 1938.

Este libro relata un episodio estremecedor ambientado en la Viena de 1936. Un alto funcionario del ministerio, de origen humilde, es conquistado por una joven y bella heredera, con la que se casa. Dieciocho años después, recibe una carta en la que reconoce la letra azul pálido del sobre y su caligrafía se clava en su alma. Antes de abrirla, en su imaginación se crean las imágenes más perturbadoras de una apasionada relación que tuvo durante unos meses en aquella época.

Cuando por fin abre la carta, de forma impersonal se le solicita ayuda para trasladar a una escuela vienesa a un alumno alemán de 18 años, lo que dispara en su interior la sospecha de si será su hijo ese muchacho. A partir de ahí, Werfel hace un análisis social y un estudio psicológico de la época de lo más perturbador.

El sentimiento de culpabilidad por haberse alejado de sus principios éticos fundamentales, por haber dado la espalda al amor apasionado al que traicionó por un futuro brillante y prometedor, causa en su alma sentimientos encontrados.

Este texto me ha recordado la obra de otro escritor contemporáneo de Werfel, Stefan Zweig, que también supo retratar admirablemente la misma época. Más que recomendables los dos.

(Recomendado por Isabel)



lunes, 25 de mayo de 2015

LAS BUENAS INTENCIONES

Las buenas intenciones. Sí. Qué de cosas hacemos con buena intención. Y cuántas no salen como habíamos planeado. Cuestión de perspectiva, supongo. De ceguera, de proyecciones. De miedo, a veces. De amor, casi siempre. 

Eric Schroder es un niño de seis años muerto de miedo. Su padre acaba de sacarlo de casa con lo puesto para cruzar a la zona oeste de la ciudad. Y eso, en el Berlín de 1976, era una heroicidad. Está muerto de miedo porque le preguntan por su madre. Y él sabe que tiene que responder que está muerta. Al otro lado del muro. A quinientos metros pero a toda una vida (y una muerte) de distancia. Muerta, aunque le haya servido el desayuno esa misma mañana con la sonrisa distraída de siempre. Aunque sepa que no, que no puede ser. Su madre está muerta. Su vida está muerta. Y dentro de unos años, en la barriada de Boston donde pasará la adolescencia, cuando su nombre alemán se le vuelva insoportable, matará su identidad para convertirse en otra persona. Eric Kennedy será mejor que Eric Schroder, más listo, más capaz, más preparado para triunfar. Eric Kennedy ganará mucho dinero vendiendo casas, se casará con una mujer preciosa, tendrá una hija inteligente y será feliz. Y cuando la felicidad se esfume y su mujer ya no le quiera, Eric Kennedy se vendrá abajo, como cualquier persona que ha recibido una petición de divorcio, pero luchará, porque no puede prescindir del amor de su hija pequeña, luchará hasta la locura, hasta la desesperación, hasta llevársela de viaje un sábado y no devolvérsela a su madre el domingo ni dar señales de vida. Para estar con su hija. Porque es su padre. Y la quiere. Y porque tiene derecho. ¿No?

"Abrió los ojos como platos y luego los entornó con gesto cómplice". Así aceptó su hija de seis años su deseo de llevarla de viaje. Como la conspiración que era. Para estar con ella. 
Estar con ella. 
Leerle un poema sobre un pájaro, nadar vestidos en un lago helado, comer donuts regados con Mountain Dew (nada de cosas verdes saludables), atrapar una rana y meterla en un cubo lleno de agua, ponerse perdidos de barro y olvidarse de la ducha durante un par de días, mirarla dormir en el asiento trasero del coche y no poder apartar la vista del retrovisor ante la belleza de su pelo bailando contra su cara agitado por las ráfagas de viento que entran por la ventanilla abierta, cogerle la mano y sentirse afortunado, pletórico, todopoderoso, de repente lleno de la energía de un superhéroe, o simplemente importante, especial, necesitado, sentirse un hogar para ella, querido por fin, después de tanto desamor y abandono. Ese gesto, su hija cogiéndole de la mano mientras caminan por la orilla de un lago, ese gesto tan sencillo se convierte en la razón más poderosa, la única, quizá, para vivir. Mientras su hija camine a su lado de su mano, la vida hostil llena de responsabilidades y de catástrofes que le aguarda ahí fuera puede esperar. 

Intenta conservar a su hija para mantener la cordura, porque más allá de la soledad, de la rabia de un divorcio agresivo (¿cuál no lo es?) y no consensuado, más allá de la crueldad casi indiferente de dos personas dedicadas a desmantelar su matrimonio, más allá de ver a su mujer y no reconocerla, de convertirse en extraños y de perder la posibilidad de terminar contando una versión redentora y positiva de su historia en común, lo que de verdad le vuelve loco es la desaparición del amor. A su mujer ya la ha perdido. A su hija no puede perderla. 

Pero Eric Kennedy es un irresponsable. Es inevitable juzgarlo. Aunque sea condenadamente difícil despacharlo con una sola etiqueta. Uno establece para su propia vida una serie de principios morales. Lo que está bien, lo que está mal, lo preferible y lo desaconsejable, en función de la educación, de la sensibilidad y de la inteligencia que haya adquirido. A medida que uno crece, a veces consigue lo que quiere y otras simplemente aprende, y las definiciones con las que interpreta el mundo van perdiendo la afilada nitidez que una vez tuvieron. Si uno es flexible y se adapta a los golpes, ganará en tolerancia (y quizá en sabiduría). Si uno se rompe y se reconstruye cada vez con el mismo molde y los mismos ideales, ganará en resentimiento (y quizá en agresividad). 

Eric Kennedy es un irresponsable. Pero no es mala persona. Es demasiado inocente y quiere demasiado a su hija como para que uno se cabree de verdad con él. Pero no es capaz de comprometerse. Es de estas personas a las que les gusta el sentimiento del amor pero el esfuerzo no les interesa de verdad. Renuncian a luchar por alguien porque es difícil. Porque ver llorar es difícil. Y preguntar significa tirarse de cabeza a una piscina donde nadan emociones hostiles, pirañas dispuestas a devorarte. No, mejor no. Mejor quedarse fuera. Abrazando de lejos, consolando de lejos, desde la distancia cómoda e infinita del que nunca pregunta porque para qué saber.

Hay historias que plantean dilemas morales muy interesantes. ¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar para no perder el amor de una hija? ¿Qué seríamos capaces de hacer para ocultar nuestra verdadera identidad? Si nuestra felicidad depende de poder tener una vida moldeable, ¿hasta qué punto podemos inventarnos nuestro pasado?
Este libro cuenta muy bien una de esas historias y, dentro de la ética de cada uno, puede añadir muchos tonos intermedios entre el blanco de lo que debería estar bien y el negro de lo que debería estar mal. 


miércoles, 20 de mayo de 2015

TARDE EN LA LIBRERÍA: ALMA RUSA

Un cliente extranjero, nórdico, quizá sueco o danés, curiosea durante mucho rato libros de Chejov. Busca algo, quizá un cuento en concreto. Le ofrezco mi ayuda pero la rechaza con un gesto amabilísimo, fraterno, casi cariñoso. Tiene uno de esos rostros anchos y despejados que me recuerdan a los paisajes interminablemente llanos del norte de Europa donde, en verano, la luz nunca se disuelve del todo. Un rostro permanentemente abierto. Que sonríe sin necesidad de sonreír. 

Me pregunta por otros escritores rusos.
- ¿Turguénev, Pushkin? 
- Aristócratas -, le respondo con malicia, mientras voy a buscarle libros de los dos. 
- Sí, aún no he llegado a la Revolución -, se ríe. 
- Ni al anarquismo -, le pincho. 
- Ni al anarquismo -, concede. 

Me habla de su fascinación por lo que él llama el alma rusa. Ese fuego sentimental. Esa efervescencia melancólica. Y gesticula, enfatizando cada adjetivo. Le miro sonriendo, con los brazos cruzados, pensando que alguna amiga mía feminista lo llamaría más bien sentimentalismo patriarcal. Pero me callo mis pullas, en las que tampoco creo mucho. Se le ve emocionado a mi buen amigo nórdico y, por qué negarlo, a mí también me gustan esos elegantes y trascendentes aristócratas rusos. 

Me dice:
- ¿Sabes? Siempre que leo algo de Turguenev, o incluso de Chejov o de Tolstoi, me viene a la cabeza una canción que escuché hace años en Moscú a un amigo que solía tocar el violín en el metro. Es una asociación inmediata: para mí, Rusia es esa música de la misma manera que... (se piensa el símil), que..., que el cuerpo de la mujer que amas es tu patria. 
- ...

Si no fuera tan espontáneo se sonrojaría, pero no. En lugar de eso, se gira, comprueba que estamos solos en la librería y me suelta: 
- Mira, si quieres te la canto. 
- Claro, por supuesto -, le respondo con ganas, y me siento en mi taburete, como un público obediente.

Lo que sigue es indescriptible. Entrecierra los ojos, y su voz apenas supera el volumen de un murmullo, pero a los veinte segundos ha conseguido ponerme la piel de gallina y llevarme muy lejos de aquí. Estoy seguro de que si hubiera prolongado los escasos dos minutos que duró, habría tenido que parpadear mucho para mantener la compostura. Lamento no haberlo grabado. Duró un suspiro, se me hizo cortísimo, pero estuve el resto de la tarde con esa melodía dando vueltas y vueltas en mi cabeza. 

Y, al igual que cuando uno llega hambriento a casa lo primero que hace es asaltar la nevera, lo primero que hice yo al cerrar la puerta de mi ático fue abrir el piano, poner la grabadora, y grabar una versión de esa canción. Esa canción que, nacida de un violín callejero en el metro de Moscú, había viajado miles de kilómetros en la mente de un señor abierto como un paisaje hasta llegar a una librería de Madrid para quedarse ya para siempre en mi cabeza, como la definición del fuego sentimental o la efervescencia melancólica en cualquier alma rusa. 


lunes, 18 de mayo de 2015

MAÑANA PUEDE SER UN GRAN DÍA


Betty Smith, pseudónimo de Sophina Elisabeth Wehner (1896-1971), se dio a conocer en España por su primera publicación, "Un árbol crece en Brooklyn" (1943), en la que narraba la llegada de sus padres a la isla de Ellis desde Alemania, con todas las dificultades que tenían los inmigrantes humildes como ellos.

Ahora tenemos la suerte de poder leer una "segunda parte" de aquella historia, "Mañana puede ser un gran día", también en buena medida autobiográfica, donde nos cuenta la miseria, no solo material, de la gente sin recursos que confiaba poder cambiar su destino en su nuevo país y se veía frustrada por no poder salir de esa miseria que agotaba sus vidas y destruía convivencias. 

Margy es una niña llena de fantasía, con una madre siempre enojada que la convierte en diana de sus constantes enfados, entre otras cosas porque el dinero nunca llega para nada, ni siquiera para el abrigo con el que sueña al llegar a la adolescencia. Un marido débil que escapa para no soportar el ambiente enrarecido de su hogar tampoco puede ayudar a que la vida de Margy mejore. Busca trabajo y allí encuentra un ambiente más amable con sus compañeras y un jefe al que admirar. Los prejuicios y la ignorancia de la sociedad en esos años la empuja a aceptar al primer muchacho que la corteja y el matrimonio no puede salir bien, también espejo de lo que vivió la autora en su vida, casándose tres veces sin éxito.

Este libro nos traslada a otra época que no está tan lejos, ¡y cuántas cosas han cambiado en nuestra sociedad occidental! La más importante, quizá, es que hemos tenido un mayor acceso a la educación y eso nos permite vivir sin tantos tabúes.

(Recomendado por Isabel)


viernes, 15 de mayo de 2015

MÚSICA PARA FEOS

Ese estado en el que el paso del tiempo ha diluido la añoranza, y la ausencia de aquella persona que un día nos hizo vivir ya no nos despierta de madrugada. 
Ese momento justo en el que aún la recordamos con frecuencia pero ya no la echamos de menos, porque nuestra vida ha cambiado de rumbo. 
Ese instante preciso en el que la indiferencia todavía no ha hecho presa de nosotros y podemos sentir cierta ternura distante, algo irónica y con un regustillo sabio, quizá, por aquel amor que hoy no es más que una página aislada de nuestra historia, una página cada día menos triste. 
Esa noche en la que vemos nevar por la ventana y por fin comprendemos que seguimos viviendo a pesar de las promesas rotas, que aunque a veces nos preguntemos qué somos sin la cálida caricia de aquellas manos, podemos cantar muy bajito junto a la voz sensual de Norah Jones, la letra de I don't miss you at all y sentir que ya no, que por fin ya no la echamos de menos.

De ciertos libros es difícil hablar. Quizá porque uno los lee con la turbación de quien se siente tan reflejado en la historia que compartirla sería exponer dolorosamente un trocito demasiado privado de sí mismo, o quizá porque el impacto es tan directo y tan brutal (tan en el centro de la propia diana) que uno no acierta a contemplar su fascinación desde la distancia necesaria para definir qué le ha gustado ni por qué.

Si me parara a analizar fríamente esta historia, le podría sacar, como a cualquiera, pequeños detalles que no terminan de convencerme. Pero prefiero dejarle ese trabajo a los diseccionadores literarios (esos afanosos seres de laboratorio) y dejarme llevar por el entusiasmo puro, por la euforia del que se deslumbra y no ve sombras ni matices ni dudas en su devoción de enamorado. 
Y no digo más. El autor lo hace mejor y así me reservo el pedacito de pudor que me queda. 

"Yo ya le había perdido, porque había jugado mal mi partida, y él la suya conmigo. Como dijo durante una de nuestras peleas, con la lucidez de la desesperanza: ni él había sabido merecerme, ni yo había sabido ganar mi lugar. Volví a escuchar un par de veces aquella noche la canción de mis pecados. La última vez a oscuras, tumbada en el sillón, sin dejar de sonreír. No podía saber si él pensaba en mí, a menudo o raramente. Por no saber, no sabía si yo no era una de varias, ni siquiera la más memorable. Pero supe que aquello que yo estaba haciendo, pensar en él y hacerlo con amor, sin resentimiento y sin ansiedad, aceptando haberle perdido y no poder recuperarlo, me hacía mejor y más feliz de lo que había podido ser mientras estaba empeñada en extenderle la factura de nuestro descalabro. Mi corazón sabía desde siempre, aunque a mí me hubiera costado tanto admitirlo, que tenía que limpiarse de aquella inmundicia para poder seguir prestándome el servicio que le era propio. Para volver a exponerse, con alguien que lo haría mejor que él, alguien que sería quien yo necesitaba como Ernesto no había acertado a serlo. Alguien a quien volvería siempre, en todas las horas oscuras, en todas las orillas tristes, en todas las noches solitarias."



miércoles, 13 de mayo de 2015

LA CASA DE LAS MINIATURAS

Jessie Burton, la autora de este libro, es una joven inglesa nacida en 1982 que ha trabajado de secretaria de dirección y actriz. En una visita al Rijksmuseum de Amsterdam, le fascinó una casa de muñecas que allí se exponía y este objeto le sirvió de inspiración para tejer a su alrededor una novela inquietante, que va intensificando el relato hasta atraparnos totalmente entre escondidos secretos y misterios.

Ambientada en el siglo XVII, el personaje principal es Nella, una muchacha de 18 años, que abandona su pueblo al norte de Holanda para casarse con Johannes Brandt, un comerciante rico, atractivo y viajero de 36 años que vive en una gran casa en Amsterdam. Comercia con azúcar, un producto que llega a convertirse en principal motivo de transacción entre otros muchos productos de las Indias orientales, como Surinam.

Le ofrece a Nella como regalo de bodas una casa de muñecas, en aquella época regalo habitual entre las mujeres de clase alta, hecha de carey, peltre, madera de roble y piedras preciosas de países lejanos. Tenían unos precios astronómicos y los artesanos hacían verdaderas obras de arte en miniatura, hechas a escala, con todo tipo de detalles.

La autora de este libro, en un viaje al pasado, nos pone un espejo en el que se reflejan temas tan importantes como el peso de la religión en la sociedad con sus prejuicios y fanatismos, la homosexualidad (en aquella época denominada sodomía) castigada con la pena de muerte, el racismo y la hipocresía en unos personajes con muchos matices cambiantes, Nella tendrá que madurar rápidamente a pesar de sus pocos años, su marido pasará por situaciones más que difíciles, Marin, la cuñada aparentemente fría que oculta un volcán de emociones internas y dos criados poco comunes dan vida a una historia dramática en la que la ignorancia es la razón de tanto sufrimiento.

Una lectura envolvente de una escritora prometedora que ya está preparando una nueva novela ambientada en Londres y en la España de la guerra civil.

(Recomendado por Isabel)

Jessie Burton




viernes, 8 de mayo de 2015

HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO

Grecia lleva ya muchos años haciendo equilibrios en el filo de una navaja. Hay mucha gente que está tan desesperada por encontrar un sueldo que le dé para vivir que ya no esconde su desgracia por la calle. Ya no espera recuperar su vida anterior y reintegrarse en una clase media resquebrajada, tan sólo ansía salir adelante. Comer. Un techo. Poco más. 

Las cuatro últimas novelas de Márkaris retratan una sociedad en quiebra, desquiciada, desmoralizada, una sociedad que ha bajado la cabeza y se ha refugiado en el cinismo para intentar convivir con lo intolerable. En apenas cinco años, Atenas se ha vuelto una ciudad vacía de tráfico. La gente no saca el coche porque no puede mantenerlo y muchos lo venden para ahorrarse al menos el seguro. De día, la capital parece una ciudad agotada. De noche, reina la desolación.
Con cada novela, Márkaris acentúa su compromiso. La ironía que antes utilizaba para encarar desde lejos la realidad va desapareciendo y cada vez toma más partido. Es difícil quedarse mirando con una sonrisa irónica cómo los matones encapuchados de Amanecer Dorado apalean a inmigrantes con la connivencia de la policía, o cómo la incompetencia de la burocracia impide cualquier iniciativa y paraliza el poco entusiasmo emprendedor que todavía puede quedar en un país humillado desde dentro y desde fuera. La sociedad griega se desangra y, con cada novela, Márkaris hunde un poquito más el dedo en la herida. 

La herida de esta novela es la corrupción de las instituciones y la violencia xenófoba de Amanecer Dorado. Este partido político neonazi no está formado por cuatro descerebrados de gimnasio: lamentablemente saben lo que hacen y proceden de manera metódica. Tienen simpatías dentro de los cuerpos de seguridad y se aprovechan de ello para amedrentar a cualquiera que ayude a los inmigrantes. Por ejemplo, a Katerina, la hija del comisario Jaritos, que es agredida por un encapuchado a la salida de los juzgados donde defendía a un senegalés y trasladada al hospital sin conocimiento. 
El comisario, por su parte, tiene que investigar la aparición del cadáver de Andreas Makridis, un alemán de origen griego que había decidido instalarse en Atenas y abrir una empresa de energía eólica. Aunque Makridis, al parecer, se ha suicidado, un grupo de nuevo cuño, autodenominado los «Griegos de los Años Cincuenta», reivindica su asesinato. Mientras Katerina se recupera de la agresión, se descubre un segundo cadáver, el del propietario y director de una academia privada. Ha sido ejecutado con un tiro en la sien con una vieja Smith & Wesson, como las que el ejército norteamericano proporcionó a los militares griegos después de la guerra civil. De nuevo, pese a que se trata claramente de un suicidio, los «Griegos de los Años Cincuenta» reivindican esta muerte. No será el último cadáver que se descubra.



miércoles, 6 de mayo de 2015

EL LECTOR DEL TREN DE LAS 6.27

Ay qué susto dan las primeras páginas de este libro. Creo que la editorial o el autor deberían poner un aviso tipo se ruega a todos los lectores, en especial a los amantes de los libros, que se agarren bien al sofá y respiren hondo muchas veces, esta historia comienza con una escena que podría causarle daños permanentes a su sensibilidad.
Y generar pesadillas. 
Y ya de paso provocar que uno empiece a reunir firmas y fondos y hacer colectas urgentes por las calles y empapelar el Congreso y sobornar a un ministro (único método de persuasión infalible) para comprar todos los libros que no se venden, esos pobres-tristes-solitarios libros que nadie quiere y así evitar que caigan en las fauces despiadadas y siempre hambrientas de la terrible y devoradora ZERSTOR 500. 

Guylain, protagonista de esta novela, trabaja en una empresa que se dedica a destruir libros (¡horror, horror!) y todos los días, en el tren de las 6:27, lee en voz alta las pocas páginas que la trituradora no ha podido convertir en papilla gris. Algunos le miran, medio dormidos. Otros le ignoran. Y unos pocos sonríen y escuchan. Mientras Guylain, imperturbable, sigue leyendo. 
Hasta que un día recoge del suelo del tren un pequeño USB y, al abrirlo en su ordenador de casa, descubre el diario divertido, ingenioso y cautivador de una chica que trabaja en los baños públicos de un centro comercial cuyo nombre nunca menciona. Y esa lectura le cambia la vida. 

Este es un libro sobre las pequeñas extravagancias que hacemos para no pensar demasiado en el propio vacío interior. Contar los coches aparcados al recorrer nuestra calle cada mañana para evitar imaginar lo que nos espera en la oficina, escribir cartas de amor a una mujer imaginaria para tratar de esquivar los recuerdos de aquella mujer real que dejó de responderlas, viajar constantemente por todo el mundo para no olvidar que siempre hay otras opciones de vida aparte de la nuestra. Pequeños hobbies o manías, más o menos obsesivas, que a veces no son más que huidas compulsivas hacia lugares en los que dejamos de ser ese terrible recipiente vacío durante un tiempo. Y si les prestamos atención y nuestro empeño las dota de un significado profundo y creativo, muchas veces esas huidas acaban definiéndonos y se convierten en nuestra verdadera razón de ser. 

Es un libro divertido y muy cercano (pasado el primer sobresalto), que uno lee con la sonrisa pegada a la boca, sonrisa que cualquiera juzgaría tonta y bobalicona, la sonrisa de un lector feliz. 



lunes, 4 de mayo de 2015

EL TELÓN DE ACERO

En "Los orígenes del totalitarismo" (1951), Hannah Arendt defendió la tesis de que tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética podían considerarse regímenes totalitarios, habiendo entre ellos más similitudes que diferencias. Según Friedrich y Brzezinski (1956), los regímenes totalitarios tenían al menos cinco puntos en común: una ideología dominante, un único partido en el poder, una policía secreta dispuesta a utilizar el terror, el monopolio de la información y una economía planificada. 

Debido al papel decisivo que había desempeñado Rusia en la derrota de Alemania en la segunda guerra mundial, la tesis de Arendt no resultaba fácil de aceptar. Las simpatías soviéticas de un nutrido grupo de intelectuales europeos mantuvieron su entusiasmo una vez terminada la contienda, a pesar de las pruebas del terror que llevaba desatando Stalin en los años previos. Concebían el comunismo como una ideología superior y elogiaban su materialización práctica, sin pararse a juzgar sus consecuencias particulares. 

Han pasado más de setenta años desde la publicación del ensayo de Arendt (aún hoy, obra de referencia imprescindible), disponemos de muchísima más información de la que ella tuvo para comparar ambos regímenes criminales, y sin embargo el estalinismo nunca ha generado un sentimiento de repulsa tan consensuado como el nazismo. Desde hace un tiempo me encuentro en la prensa y en las redes sociales, y no sólo de manera irónica, alusiones al comunismo soviético como una fuente ideológica de inspiración, quizá de referente en la resistencia frente al capitalismo; en cualquier caso, alusiones teñidas de una cierta añoranza. La ayuda militar soviética a Cuba se envuelve en un halo de heroicidad y se echa de menos, o eso parece, aquella pureza ideológica que preconizaba la igualdad y la libertad con mayúsculas, como si fueran ideas platónicas, para toda la Humanidad. Se defiende dicha añoranza, incluso, argumentando que el comunismo soviético se afianzó en los países de la Europa del Este tras la guerra para "protegerlos" de la "agresiva" política estadounidense o que la construcción del muro de Berlín fue una respuesta "inevitable" para "defender" al pueblo alemán del efecto llamada provocado por las "insidiosas tentaciones" capitalistas. 

Este ensayo es apabullante. Y desmonta con hechos contrastados y sobrecogedores las teorías revisionistas que todavía pretenden defender las supuestas bondades de la influencia soviética en Europa del Este. 
Terminada la guerra se convocaron elecciones democráticas en toda la zona ocupada por el ejército rojo. Pero la democracia era simplemente el medio que más convenía a Stalin para afianzar su influencia, y no el sistema político en el que pretendía desarrollarlo. Como ya decía Walter Ulbricht, futuro presidente de la República Democrática Alemana, "tiene que parecer democrático pero todo debe quedar bajo nuestro control". Para alcanzar ese control la policía secreta soviética ramificó en apenas dos años su influencia por toda la zona y, mediante el uso selectivo del terror y la violencia preventiva contra la que podría haber sido la élite política si hubiera habido democracia, consiguió imponer el silencio y la sumisión a una sociedad deshecha por la guerra. Los campos de exterminio nazis fueron utilizados para recluir a prisioneros políticos, cuyas detenciones eran cuidadosamente elegidas para producir el mayor impacto disuasorio en los grupos contrarios al régimen: entre 1945 y 1953, solamente en Alemania hubo 150000 presos, de los que más de 50000 murieron de inanición y enfermedad. A diferencia de los campos nazis, en los campos soviéticos no se asesinaba, simplemente se dejaba morir. La policía secreta soviética colocó a comunistas locales en todas las emisoras de radio nacionales, desarticuló organizaciones civiles y partidos políticos, arrestó, asesinó y deportó a cientos de miles de personas de las que sospechaban que podían ser antisoviéticas e impuso brutalmente una política de limpieza étnica y de represión cuyas secuelas, setenta años después, todavía son muy visibles en la política, la economía y la sociedad de los países postsoviéticos de Europa del Este. 

Este ensayo retrata la influencia devastadora que tuvo la Unión Soviética en Polonia, Checoslovaquia y Hungría, fundamentalmente. Cuestiona muchos de los mitos creados en torno al origen de la Guerra Fría, y constituye una advertencia detallada de lo rápido que una liberación puede convertirse en esclavitud. 


domingo, 3 de mayo de 2015

PARA LAS MADRES QUE PERMANECEN

Para las madres que permanecen, que se entregan
cada día como la cosa más natural del mundo,
para las que ríen y bailan y sienten la vida
temblar de emoción en la punta de sus dedos,
para las que entienden y consuelan sin palabras
y tienen siempre preparado el discurso más certero,

para las que lloran porque quieren ser felices,
para las que ríen porque no siempre lo consiguen,
para las que la vida hiere y aun así se obstinan
en ofrecerle una sonrisa a lo que venga,

para las que viven en hospitales,
para las que han sufrido la amputación
innombrable de perder un hijo
y han sabido resistir para contarlo,

para las que aman libremente y a lo loco
y presumen con fiereza del cariño de sus hijos,
para las que se manifiestan, gritan y luchan
y se hacen oír por encima de cualquier desesperanza,

para las valientes, las cálidas, las perseverantes,
para las que ante la duda siempre encontrarán
una buena razón de decir: adelante,

para las frágiles, las sensibles, las inflamables,
para las que logran mantener siempre encendida
su pequeña llama en medio de las tormentas,

para las madres que permanecen,
para las que están,
para las que no pudieron quedarse,

para las que son,
día tras día,
lo contrario de la soledad.