jueves, 26 de marzo de 2015

LA GRANDEZA DE LA VIDA

En el verano de 1923, Franz Kafka empieza a dormir por las noches. Se recupera. Ha ido con sus hermanas a descansar a Müritz, en el Báltico, y ha conocido a una muchacha del Este llamada Dora Diamant que no le quita los ojos de encima. Debería dudar, se está precipitando hacia una nueva vida y debería tener miedo. Pero duerme. Y los fantasmas no aparecen. 

Ha visto en ella algo que nadie había visto antes, le confiesa Dora. La ha descubierto para sí misma y para el mundo, y ella simplemente no puede resistirse a que siga internándose en sus misterios. A la sensación embriagadora de sentirse cada día nueva y mejor a través de sus ojos. 
Pasean por la playa, cenan juntos, apenas se miran a los ojos. Lo que se dicen desaparece enseguida, de sus caricias tampoco retienen más que los contornos, un sube y baja ondulante, los suspiros, un susurro de cuando en cuando, sin un orden concreto. Hasta ahora no se había conocido a sí misma, le dice a él siempre que puede. Sólo ha empezado a conocerse estando a su lado. 

Al final del verano, Franz y Dora se van a vivir juntos a Berlín. La ciudad es un caos, sus calles vibran con el gruñido de las multitudes, enfurecidas por el hambre. La moneda no para de devaluarse, con un millón de marcos no se compra ni una barra de pan, y Hitler ya empieza a preparar su golpe de estado en el sur. Pero ellos apenas lo notan. Están juntos. Él, cada día un poco más enfermo. Ella, cada día un poco más segura de que ése es el lugar donde quiere estar. A su lado. Cuidándole. Amándole.

Sueñan con lo que harán en el futuro, aunque haya días en que él apenas tiene fuerzas de salir de la cama. Sueñan con una casa, con viajar a París, con tener hijos. Hablan de ello, en susurros, porque a veces a él ni siquiera le sale la voz. Bajan al parque y se encuentran a una niña llorando desconsolada porque ha perdido a su muñeca. Franz se agacha y le sonríe. No te preocupes, le dice, tu muñeca no se ha perdido, yo sé dónde se encuentra. ¿Y cómo lo sabes? Lo sé, pequeña, porque me ha escrito una carta. ¿Una carta? Sí, una carta. ¿Y dónde está? La tengo en mi casa, mañana te la bajo. 
Mientras Franz le escribe a la niña una carta detrás de otra de parte de su muñeca, contándole sus aventuras por el mundo y las razones por las que le será muy difícil volver a verla, Dora sonríe y sueña con otra vida, casi igual a la que llevan. Otra vida sin enfermedad, igualita a esta. 

Este libro recrea con infinidad de detalles lo que pudieron ser los últimos doce meses de la vida de Franz Kafka junto a Dora Diamant: su otoño e invierno en Berlín, y después, los continuos traslados de un sanatorio a otro buscando una cura para una enfermedad imparable. 
Ella estaba entera, pero aturdida. Aturdida por la costumbre de no preocuparse ya nunca por sí misma. El miedo siempre la acompañaba, el miedo que había estado ahí desde el principio, algo acechante que, en la medida de lo posible, evitaba mirar. Y a veces, cuando se sentía exhausta, se permitía el leve consuelo de la rabia, por la impotencia de luchar contra un final inexorable sin más recursos que el amor de sus manos desnudas. 

Hay ciertas cosas que no se hacen por deber, ni por lealtad. Sólo el amor las inspira. 
Una enfermedad terminal puede intoxicar el amor entre dos personas, o al contrario, puede despojarlo de todas sus contingencias y reducirlo a su expresión más pura, más brutal, primaria e irrompible. Un amor así es terrible y conmovedor: te rompe y te acaba transformando en otra cosa. 
Una enfermedad terminal transforma el pasado en algo extraño, objetos decorativos que no cumplen ya ninguna función, pues en ellos no había que luchar por vivir. Es como si las primeras semanas pasadas con él se congelaran, como algo que uno sostiene en la mano porque alguna vez tuvo una importancia inmensa: un jarrón, una piedra de colores, una concha, cosas que ni siquiera transmiten un ápice de lo que fueron. A veces, Dora tiene la sensación de velar una cama vacía, pues ese cuerpo que lava y asea todas las mañanas parece deshabitado del amor de Franz. Desde ese cuerpo cada vez más vacío, él le pregunta: ¿cuánto tiempo aguantarás esto? Y después, apartando la mirada: ¿cuánto tiempo aguantaré yo que lo aguantes? Y ella le besa la piel sobre los huesos mientras sigue lavándole, lo cual no debería suceder, nunca, pero sucede, y no deja de ser terrible y hermoso. 

Casi siempre, la enfermedad provoca distancia y extrañamiento. Mutila la ternura y la comprensión de los que la sufren. Este libro es un homenaje a los valientes que permanecen junto a la persona amada aunque se haya vuelto irreconocible y su amor por ella se quede sin punto de apoyo, sin espejo ni realidad alguna a la que aferrarse.
Dora lo perderá todo cuando él ya no esté: sus manos, su boca, la protección que él le había brindado, como si su amor fuese una casa y alguien quisiera echarla de allí para siempre. 
La muerte la desahuciará de ese amor. Y aun así, se queda. Hasta el final. Ofreciendo a la persona que ama el consuelo del amor que nunca le abandona. Un consuelo hecho de un sentimiento desnudo, tenso e irrompible, que le permita a él dejarse ir en paz. 


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