jueves, 18 de diciembre de 2014

LA DECADENCIA DE LA MENTIRA

¿Quién se atreve hoy en día a defender la mentira? La mentira, y no esas tergiversaciones que la mayoría de los políticos mezclan con demostraciones y pruebas parciales para convencernos de sus improbables verdades. La mentira, y no esas apresuradas excusas con las que escondemos nuestros defectos, o esos personajes que tomamos prestados de vidas ajenas para camuflar inseguridades, para seducir o satisfacer nuestros deseos. La mentira de verdad, la mentira como creación absoluta, atrevida, irresponsable, que no necesita pruebas ni argumentos porque se basta a sí misma, porque a sí misma se explica. La mentira artística.

Oscar Wilde era un ferviente defensor de la mentira en el arte y en este comentario, escrito en forma de diálogo al modo de Platón (aunque probablemente en las antípodas de su filosofía), expone la terrible decadencia de la mentira que sufría su época en aras de la verosimilitud y del culto a los hechos. A finales del siglo XIX impera la moda literaria de atenerse a la realidad. El realismo y el naturalismo son las corrientes predominantes, con Galdós y sus episodios nacionales y Zola con sus minuciosas descripciones de las clases más desfavorecidas. Los novelistas se embargan de ideología, de luchas sociales, de utilitarismo y materialismo histórico, bucean en los dramas de la clase obrera para denunciarlos y en la psicología de los matrimonios para desenmascarar su falsedad.
El arte se vuelve social e intelectual. De repente, una devoción por los hechos recorre las novelas y la belleza y la fantasía se desprecian porque no sirven para nada. La literatura se convierte en instrumento y pierde su sentido artístico. Los escritores le quitan la máscara a sus personajes para analizar su desnuda psicología sin darse cuenta de que lo interesante de las personas es lo que parecen ser y no la realidad que ocultan. Es humillante confesarlo, pero todos estamos hechos de la misma pasta. Cuanto más analizamos a las personas, más deprisa desaparecen las razones para hacerlo. Antes o después llegamos a esa terrible condición universal llamada naturaleza humana. 

La moda, en realidad, era bastante nueva. En las obras que se presentan como históricas y veraces, desde Heródoto, "el Padre de las mentiras", pasando por Suetonio, Marco Polo y las memorias de Casanova hasta los despachos de Napoléon, los hechos quedan reducidos al lugar subordinado que les corresponde o directamente excluidos a causa de su falta de interés. Sin embargo, a finales del siglo XIX, todo ha cambiado. Los hechos se han puesto de moda, todo el mundo siente verdadera pasión por eso que llaman verdad, y el arte se ha vulgarizado convirtiéndose en una herramienta de lo útil. El arte se contagia del espíritu materialista y pierde su capacidad de imaginar y fabular, su capacidad de mentir y conquistar la realidad a través de su dimensión poética.

Oscar Wilde

Sin embargo, el arte no puede ser un espejo, el arte es un velo. Y en ese sentido, la vida imita al arte, mucho más de lo que el arte imita a la vida. Nuestra percepción de la belleza la modelan los libros que hemos leído y las películas que hemos visto, y lo que otros nos han dicho que es bello. Nos sentimos tristes a través de modelos preestablecidos de tristeza y consideramos romántico el suicidio por amor porque lo hemos leído con fascinación en Werther. Nos declaramos en puentes sobre ríos anchos al anochecer y hacemos diez mil kilómetros para salvar el mundo porque salvar este mundo de aquí es menos heroico. Nos seducen las revoluciones porque hemos visto que la Libertad con mayúscula sale de la barricada con los pechos desnudos (Delacroix), y elegimos letras de canciones para comprometernos con una idea o con una persona porque así es más intenso. Al desesperarnos, coqueteamos con el nihilismo porque hemos leído a Dostoievski y si somos capaces de alimentar un gran amor durante años bajo un defecto físico, es porque la nobleza trágica de Cyrano nos ha hecho llorar. 
Con una frecuencia escandalosa, nos limitamos a hacer realidad, con notas a pie de página y adiciones innecesarias, el antojo, la fantasía o la visión creadora de un gran novelista. 

Últimamente se han publicado varios libros de éxito de autores consagrados en nuestro país que defienden un nuevo tipo de novela. En ella, se describen minuciosamente a sí mismo, perdidos en sus obsesiones con su forma de escribir, sus dilemas sobre si deberían tratar un tema o no, sobre si duermen bien, sobre lo que les dicen sus hijos o qué estaban comiendo cuando se dieron cuenta de que no quieren escribir el libro que están escribiendo, y que aun así terminarán publicando. El escritor como personaje principal contando sus batallitas sobre cómo y por qué o por qué no escribe el libro. Y luego, la historia. Una historia en la que el protagonista es un personaje real, un malvado mediocre al que rodea una moralidad compleja y que es descrito mediante las conversaciones que tiene con los autores o a través de los datos que estos han ido investigando y recopilando rigurosamente. 
Los libros a los que me refiero son El impostor, de Javier Cercas, y Como la sombra que se va, de Muñoz Molina, cuyas historias describen las vidas de Enric Marco, el español que se hizo pasar por superviviente de Mauthausen, y James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King. Ambos son libros interesantes, bien escritos, que dan pie a reflexiones sobre cómo construimos nuestras identidades y gestionamos nuestra memoria histórica. En ese sentido podrían ser didácticos, aunque no estoy muy seguro de que aspiren a ello. Lo que es muy probable es que ninguno de los dos sería considerado artístico, ni por tanto estrictamente obra literaria, por Oscar Wilde. Son libros que los autores han escrito para contarse a sí mismos a través de una historia interesante y útil. Pero no mienten. No mienten nada de nada. Como mucho, como hacen los políticos, tergiversan para presentarnos una versión más apetecible de lo que ellos consideran que es verdad. 

Últimamente, parece que contar historias rigurosamente reales vuelve a estar de moda. Además, contarlas con su realidad descarnada, como en las novelas llamadas de no-ficción. Y siento una angustia parecida a la que sentía Wilde por esta aparente decadencia de la invención. 
Cuando los escritores tratan de presentarnos las cosas como son y no como las imaginan, pierden la capacidad de asombrarnos, para provocarnos, a lo sumo, interés. 
Cuando el arte sacrifica su belleza en aras de una supuesta verdad, deja de ser arte. 
Cuando el arte renuncia a ser imaginativo, renuncia a todo. 




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