jueves, 27 de noviembre de 2014

NOTICIAS DE BERLÍN

Hace unas semanas se cumplían veinticinco años de la caída del Muro de Berlín y la editorial Siruela lo recordaba publicando unas crónicas escritas por Cees Nooteboom en los meses previos e inmediatamente posteriores al acontecimiento. 
Me llama mucho la atención la curiosidad desapegada con la que el escritor, un holandés que nunca ha parado de viajar y que ha vivido en infinidad de lugares, describe su sensación de extrañeza al cruzar el Muro a principios de 1989 para instalarse en Berlín Este. Era un viaje al pasado, a un mundo que en otro tiempo estuvo lleno de inspiración y entusiasmo y ahora se encontraba momificado, peleando desde su realidad enloquecida y alienante por seguir anunciando un porvenir en el que hacía décadas que ya nadie creía. 
En Occidente, todo el mundo hablaba del comunismo, de la situación de la gente tras el Telón de Acero, pero casi nadie cogía su maleta y se iba a vivir un año al otro lado para verlo y conocerlo desde dentro. Nooteboom lo hizo, primero en 1963 durante unos meses, con el Muro recién construido, y después en 1989, cuando, sin que él lo supiera, estaba a punto de desaparecer, y sus primeras impresiones fueron muy parecidas: un país desligado de la realidad, un futuro heroico constantemente prometido pero que parecía pasado de moda, hostil y desolador. 
Era difícil hablar con la gente, y los pocos alemanes convencidos de las bondades de su gobierno esgrimían las mismas ideas una y otra vez sin creer en nada de lo que un forastero pudiera decirle. Había un muro invisible, muy parecido al de hormigón que cruzaba la ciudad como una herida abierta, entre sus dos formas de vida, y todos los argumentos rebotaban en sus convicciones para acabar en el suelo, inservibles, a sus pies. 
Entre la infinidad de situaciones cotidianas, deprimentes, desquiciantes e inverosímiles que describe, me quedo con la distancia insalvable entre la descomunal certidumbre de tener razón de los políticos comunistas como Walter Ulbricht y los ciudadanos de a pie con los que se cruzaba Nooteboom en el metro o en las colas de las panaderías, gente hermética, recelosa y sobre todo, muy harta de mentiras y de vivir con miedo. 

sábado, 22 de noviembre de 2014

PRÓXIMA ESTACIÓN: FINAL DE TRAYECTO

Estamos en 1975 y Jacques Rainier tiene 59 años. Es un hombre culto, intenso, triunfador. Y está enamorado. Sus negocios van mal, puede perder su empresa, pero tiene a su lado a una joven maravillosa a la que quiere y que le quiere. Un día, en Venecia, un amigo de su edad, obsesionado con el mito de la virilidad, le contagia su angustia y su miedo a entrar en un declive sexual irremediable, así que decide consultar a un especialista, un humanista venerable de más de ochenta años, que le recibe con una de esas sonrisas jóvenes y despiertas, llenas de bondad, que hacen pensar en la muerte como si se tratara de un mundo de hadas. Jacques tiene miedo. Miedo de la muerte en vida, de provocar desconcierto y, más tarde, compasión en su pareja, miedo a sentirse desposeído de su potencia, de su virilidad y por qué no, de su honor. Le dice:

- Quiero a una mujer como quizá nunca haya querido a nadie en mi vida.
- ¿Y ella os corresponde?
- Sinceramente, creo que sí.
- Pues bien, dele la oportunidad de que os quiera todavía más. Ábrase a ella.
- Tengo miedo de perderla. Y además, está la piedad, ¿sabe? "Pobrecito mío", y todo eso.
- Vaya, creía que me hablaba de amor. [...] Pero compréndame, soy muy mayor y reconozco que con lo que usted llama potencia tengo una relación, digamos, irónica.

Pero ni siquiera la sabiduría de este hombre feliz aplaca su obsesión. No logra desembarazarse de la idea de que sólo a través de la posesión del cuerpo de una mujer puede poseer el mundo. Es un vencedor, un hombre de éxito, y está desesperadamente enamorado. Empieza a soñar con delirios: un personaje oscuro emerge de sus recuerdos, convertido en un hombre que le pone un puñal en la garganta, un hombre que encarna la muerte y que satisfará en su lugar a su amada cuando él ya no pueda, un hombre que odia y que desea, que es parte de sí mismo, de su miedo, de su angustia y, de una manera enfermiza, también de su esperanza. Poco a poco, la amenaza de la impotencia sexual le llevará a la idea de la desposesión de sí mismo, de la pérdida de su propia identidad y se sentirá al borde de recurrir a la solución más radical para acabar de una vez por todas con su inseguridad existencial. 

Romain Gary y Jean Seberg, con quien estuvo casado desde 1962 hasta 1970

Se pueden hacer muchas lecturas de este libro. Una (o un) feminista criticaría con una lógica actual la pobreza de espíritu del personaje, y su evidente egoísmo, al reducir la sexualidad a una mera cuestión de potencia. Un hombre conservador llegaría al final del libro con una angustia teñida de animadversación hacia el autor, por desvelar con tanta crudeza los detalles de la miseria sexual de ese hombre (que es todos los hombres) o bien dejaría el libro a la mitad con esa suficiencia despreciativa que dice: lo siento por ti, viejo, pero yo siempre podré. Una mujer conservadora se echaría las manos a la cabeza: ¡qué desvergüenza, cómo se atreve! 

Su publicación en 1975 generó una gran controversia. No era nada habitual por entonces (y sigue sin serlo cuarenta años después) hablar de la decadencia sexual masculina con tantos pelos y señales. Pero el punto de vista de este libro no es ni feminista ni conservador. Lo que Romain Gary quiere contarnos es una historia de amor, con un lenguaje poético, a veces exasperado y casi siempre tierno y apasionado, la historia de un hombre acostumbrado a triunfar que un día siente que ya no puede dejarse llevar por el placer sexual ni por las perspectivas gloriosas de su pasión porque la amenaza de la impotencia le ha atrapado en un estado de ultraconsciencia de sí mismo y de su propia decadencia. Y es una sensación desoladora, como él dice: una sensación de fin del mundo. Tiene la impresión de que un fracaso le sigue la pista, ultimando los detalles para llevarle a una emboscada perfecta y definitiva. 

Menos mal que uno siempre puede sustraerse a esa fatalidad pensando, con la sabia ironía del humanista venerable del libro, que el sexo, el amor y la felicidad en realidad no tienen demasiado en común con eso que llamamos honor y potencia



martes, 18 de noviembre de 2014

STONER

- ¿Has leído Stoner? ¿Sí? ¿Me lo recomiendas?
- Sí, es buenísimo. Léelo, por favor, ya verás, te va a encantar.
- ¿Seguro? No sé, ¿de qué va?
- Pues, mmm, transcurre en la primera mitad del siglo XX, en EEUU, y es la historia de un hijo de granjeros muy humildes que va a la universidad y se convierte en profesor. Y, bueno, la verdad es que es eso, principalmente. Y le pasan muchas cosas. Se casa, tiene una hija. Cuenta su relación con la literatura, el amor por los libros, su honestidad a prueba de todo, y también podría ser un libro de denuncia, porque describe muy bien los tejemanejes políticos y corruptos dentro del profesorado, el favoritismo y los chanchullos. Pero en realidad no lo es. También habla de las guerras mundiales vistas por los que no quisieron alistarse, y hay una historia de amor espléndida y un poco triste. Y...
- Vale, me lo llevo, aunque...
- En realidad, fíjate, es un libro casi sin argumento. Es simplemente la historia de un hombre que va a la universidad y se convierte en profesor, es la anti-épica perfecta. 
- ¿Me estás vendiendo un libro sin argumento y sin épica?
- ¡Sí! Pero lo lees y te envuelve, te atrapa y te lleva por donde menos te lo esperas. Es duro y frío, y el protagonista es de una contención emocional absoluta, pero te emociona. Y no me preguntes cómo, que no tengo ni idea. Al terminarlo, no sabes muy bien qué te ha contado. La historia, de tan sencilla, parece que se te escapa de las manos. Pero no. Permanece. Y no se te olvida. 
- Bueno, ya te contaré. 
- Vendrás a por uno para regalar, ya lo verás.



viernes, 14 de noviembre de 2014

TOCANDO EL CIELO

Una sencilla y preciosa autobiografía de una jovencísima bailarina africana de ballet, adoptada a los cuatro años por una familia norteamericana. 

Michaela de Prince es hoy una bailarina clásica cuyas actuaciones se pueden conocer y disfrutar a través de los vídeos que tiene en Youtube. Tiene solo diecinueve años y recrea el tercer acto del Grand pas de deux del Quijote acompañada por Aaron Smyth de una forma magistral. Pero lo que hace doblemente interesante este libro es la trayectoria y el origen de esta niña nacida en Sierra Leona. Hija de unos padres que se amaban y creían que su hija, por haber nacido con unas feas señales en la piel, necesitaría disponer de medios para defenderse en el futuro, le enseñaron a leer y a escribir con apenas cuatro años.

La desgracia de la guerra mató a su padre, excepcional en su criterio, y Michaela y su madre pasaron a depender de su tío, prototipo de hombre con varias mujeres y muchos hijos que consideraba a las mujeres como un objeto de uso. Consiguió matar de hambre a la madre, cogió a Michaela y en un viaje a una población cercana, la vendió a un orfanato.

A veces parece que los milagros existen: en la vida de Michaela apareció un matrimonio que llegó junto a otros muchos para adoptar a una parte de los niños del orfanato, con la suerte de que se la llevaron a ella y a su mejor amiga juntas. Fueron a parar a una familia entrañable, afectuosa, que consiguió hacer de esas vidas que parecían destinadas, como tantos millones, a la miseria y el sufrimiento, un motivo de alegría y esperanza.

La foto de una vieja revista con la imagen de una bailarina fue el punto de apoyo para que una niña de cuatro años supiera ya que de mayor quería ser también ella bailarina. Y lo consiguió.

Es un canto de esperanza y solidaridad ante adversidades especialmente duras. Necesitamos urgentemente saber que existen casos como éste para que iluminen ese camino oscuro por el que transitan tantos niños en lugares desprotegidos de todo el mundo.

(Recomendado por Isabel)

Michaela De Pince

martes, 11 de noviembre de 2014

LA MÚSICA DEL SILENCIO

Con el permiso de George R. R. Martin y su inacabable mundo de Poniente, Patrick Rothfuss es, desde mi punto de vista, el mejor escritor actual de literatura fantástica. Donde el primero es brutal y despiadado, el segundo es elegante y lírico; mientras que con Martin devoras con ansia la historia buscando sorpresas y conclusiones parciales, con Rothfuss la paladeas despacio, deseando que nunca se acabe. Hay quien saca del primero enseñanzas políticas; del segundo la única enseñanza que se puede sacar es emocional y privada, y para mí, mucho más fiable y duradera. 

Esta es una de las razones por las que los admiradores rendidos de su mundo fantástico podemos apreciar la historia de este libro. Porque hay que admitir que en él no pasa absolutamente nada.

Auri, uno de los personajes secundarios más misteriosos y fascinantes de su trilogía, es la protagonista de estas 140 páginas en las que la seguimos a lo largo de siete días. Los siete días que le faltan para que él llegue. Los siete días en los que ella se prepara minuciosamente para su llegada, buscando tesoros en las profundidades de su mundo subterráneo, volando descalza por sus pasadizos, cruzando puertas que no quieren desvelar lo que protegen y viviendo dentro de su ser frágil, dañado y hermoso. 

Mientras retrasa y retrasa la publicación del tercer tomo de su maravillosa trilogía fantástica, Rothfuss nos engaña el hambre con una historia estática, sin acción, hecha a base de imágenes y sucesos en apariencia sin importancia. Quienes no hayan leído El nombre del viento y El temor de un hombre sabio, no entenderán absolutamente nada. Quienes los hayan leído, intuirán al personaje de Auri y se quedarán desconcertados, esperando un argumento que nunca llega. Sólo quienes hayan leído los libros y los guarden con devoción en su memoria y se desesperen con cada año que pasa sin noticias del tercero y sean capaces de amar a un personaje y de sentir conexiones emocionales con objetos que generalmente son inanimados y de leer historias extrañas, obsesivamente íntimas y desconcertantes, sólo ellos podrán apreciar de verdad el secreto, bello y dañado, de esta historia.

Patrick Rothfuss

viernes, 7 de noviembre de 2014

EL EXILIO IMPOSIBLE

El nombre de Stefan Zweig, uno de mis escritores preferidos, junto con su imagen, su obra y su pensamiento, siempre me convoca, me atrae y me enriquece. Me siento cercana a su ideología pacifista y culta, y a su sufrimiento por la época en que le tocó vivir.

Se publica ahora El exilio imposible, del profesor George Prochnik de la Universidad Hebrea de Jerusalén, una obra magnífica, excepcional, un ensayo sobre la diáspora de los millones de refugiados europeos que tuvieron que encontrar algún medio para escapar del exterminio nazi y se encontraron en situaciones extremadamente precarias, sobreviviendo en lugares como Londres, Nueva York o Brasil.

Zweig disfrutaba de una situación económica privilegiada y era de una generosidad sin límites. Ayudaba a todos los que se acercaban a él, primero en su estancia en Inglaterra, Londres, Rosemount y Bath, luego en Nueva York y New Haven. La última etapa de su exilio le llevó a Brasil junto a su segunda mujer y colaboradora, Lotte, con la que se instaló en Petrópolis, ciudad imperial a 68 kilómetros de Río de Janeiro, donde en 1942 ambos tomaron la decisión de suicidarse.

De forma transversal, el profesor Prochnik nos sitúa entre 1920 y 1940 y nos aporta datos de los que muchos no somos conscientes y que la magnitud del Holocausto ha podido desdibujar. Dos ejemplos: los nazis secuestraron a 1.600.000 niños, de los cuales solo sobrevivieron unos 100.000; y en Viena, ya en el año 1932, clientes que acudían a tiendas de propietarios judíos eran atacados con gases lacrimógenos y algunos curas católicos de las zonas rurales seguían enseñando a los feligreses que los judíos tenían cuernos y en realidad no eran humanos.

Lotte Zweig
Este libro contiene muchos datos históricos a recordar, como la travesía del barco St. Louis, que partió de Bélgica con mil refugiados rumbo a Cuba y tuvo que regresar a Amberes porque no fueron aceptados: la mayoría acabaría en campos de concentración. Los Estados Unidos, a pesar de la creencia de que recibieron a muchos exiliados, lo cierto es que aceptaron a muy pocos, los requisitos eran innumerables y la mayoría de los que entraban lo conseguía gracias a su buena situación económica, como el caso de Zweig, o porque tenía contactos. 

El retrato psicológico y humano de Zweig, junto con datos hasta ahora inéditos sobre su familia y su infancia, nos completan la visión que nos dio el propio autor en su espléndida obra El mundo de ayer, memorias de un europeo, que también os recomiendo vivamente. Una lección de historia y humanidad para no ser olvidada.

(Recomendado por Isabel)

lunes, 3 de noviembre de 2014

LIMBO

Manuela Paris ha estado a punto de morir. Su familia le dice que ha renacido, que despertarse del coma después de aquel horrible atentado y volver a moverse y hasta caminar, con decenas de huesos hechos papilla, es un verdadero milagro.
Pero Manuela Paris no ha renacido. Todavía no. Su cuerpo ha despertado y duele, duele con la rabia de la vida, pero ella aún sigue en Afganistán, en su pasado. Allí vuelve todas las noches, cuando grita en sueños y despierta a su madre y a su hermana, que la miran preocupadas en el desayuno, sin atreverse a decirle nada. Allí vuelve cada vez que se mira en el espejo, el cuerpo esbelto y artificialmente blanco, y ve su pierna derecha surcada por una larga cicatriz roja, llamativa y ominosa como una inscripción ensangrentada.
Manuela Paris vive en un tiempo detenido que no pertenece ni al presente ni al futuro, vive en una perpetua sensación de pérdida y de culpa: era su oficial, estaban bajo mi mando, era mi responsabilidad, tendría que haberles sacado de allí, era mi deber protegerlos, eran mis soldados, mis amigos, mis hermanos, y ahora están muertos. Y yo viva. 

Su familia y sus superiores le dicen que descanse, que se reponga y que vuelva a su vida, a la seguridad del entorno familiar y de la ciudad costera de su infancia y juventud. Pero su mente no controla sus deseos y no puede evitar regresar a aquella tierra árida y hostil, a las tormentas de arena, al calor infernal y al frío insoportable, a la continua desconfianza de los habitantes, ese niño que nos sonríe al borde de la carretera, ¿acaba de camuflar una mina?
Piensa en la intimidad, en la confianza absoluta y desarmada que tuvo con los soldados de su pelotón, con aquellos tres que murieron delante de ella sin que nadie pudiera preverlo, y las oleadas de recuerdos la rompen. Su muerte es la herida que nunca se cierra, los flashes invasivos ante los que su mente se desconecta para protegerse.
Un día, de compras con su hermana, al probarse un vestido rojo para Nochevieja, de repente piensa en el soldado Zandonà, con sus pecas y su rostro de chiquillo, en el momento en que le confesó que había soñado con ella, pero no con su superior, al que debía obediencia, sino con la mujer que se ocultaba bajo el uniforme. Y ella le reprendió y le censuró, le amenazó con un castigo por falta de respeto, pero al girarse, sonrió. Y piensa en él, en el chiquillo tímido que tocaba la guitarra y quería salir de allí cuanto antes para volver con su novia, se mira en el probador ese extraño vestido rojo sobre su cuerpo y ve la sangre de Zandonà derramándose sobre ella mientras dice: ¿me he hecho daño, Manuela? ¿Manuela? ¿Me he hecho daño? Su cerebro dice basta, bloquea el recuerdo y se desmaya. 

En su presente lacerado y fragmentado por las pesadillas, los desmayos y su voluntad de recuperación que se debate entre dos mundos, Afganistán se le presenta como el miedo de morir a cuatro mil quinientos kilómetros de su casa, en la aridez del desierto. Pero cuanto más miedo tenía, más se le clavaba la belleza cruel de sus paisajes, cuanto más la rechazaban sus habitantes, por ser mujer y además militar y además oficial con hombres a sus órdenes, más empezaba ella a amar ese país desnudo y esencial, agresivo y hospitalario hasta extremos delirantes. 

Una noche, asomada al balcón de su casa, con su hermana, ve a un hombre en la terraza del hotel de enfrente. Solo. Es raro, el hotel está vacío y por estas fechas suele cerrar ante la ausencia de turistas. El hombre no se mueve. Mira el mar. Como una estatua. Tan sólo el parpadeo lento de la brasa de su cigarrillo en la oscuridad le dice que ese hombre respira, que ese hombre quizá esté esperando algo, ocultándose de alguien, protegiéndose de su pasado. Quizá esté inmerso en una burbuja, en el limbo, como ella. 
Ambos saben que contar un secreto puede convertirse en una carga, una promesa o una exigencia de compromiso para quien lo recibe. No sólo en un regalo o una muestra de confianza. 
Él piensa en unos versos de Dante, de la Divina Comedia: "semo perduti [...] (noi) che sanza speme vivemo in disio". Y espera algún día poder encontrar una esperanza para su deseo y así dejar de flotar a la deriva, solo, perdido.

Quizá ninguno de los dos pueda salvarse, ni logren convertirse en un hogar para el otro. Pero es posible que puedan intentar recomponerse, salir de su limbo particular con cuidado, con cautela y, juntos, por fin, ser algo.