domingo, 26 de enero de 2014

JULIANO EL APÓSTATA

Hace un año y medio, en julio de 2012, murió Gore Vidal. Escribió de todo: obras de teatro, guiones para Hollywood, ensayos y novelas históricas como ésta. La publicó en 1964 y, al igual que Yo, Claudio, de Robert Graves, está narrada en primera persona. Un recurso delicado, que puede caer fácilmente en una visión ambigua y deshonesta de los hechos, pero que el autor resuelve con ligereza y una pizca de humor, lo cual le da una perspectiva muy interesante. Aunque, si he dedicado unas cuantas horas de mis ajetreados días a leer las 750 páginas que tiene (letra bien grande, he de decir, propia de Edhasa), no ha sido tanto por la prosa del autor como por la fascinación del personaje.

Juliano, el último emperador pagano del Imperio Romano, apenas duró dos años en el puesto (361-363), víctima de su propia imprudencia en una campaña militar en lo que hoy es Irak. Pero resulta estimulante pensar cómo podría haber cambiado el curso de la Historia de haber tenido un poco más de tiempo. Su tío, el emperador Constantino, legalizó el cristianismo en 313 y a partir de ese momento, y con el respaldo institucional, los cristianos empezaron a perseguir la "herejía pagana", es decir, el culto a cualquier dios que no fuera el suyo y, de paso, toda la cultura helenística existente hasta entonces. En menos de medio siglo, convirtieron la libertad de culto otorgada por Constantino en un verdadero terrorismo de estado, asesinando a los herejes de la misma forma en que ellos habían sido asesinados, de manera más o menos continuada, en los tres siglos anteriores. Toda la cultura pagana era una provocación para el cristianismo y especialmente la filosofía griega, filosofía en la que se educó el joven Juliano y que el adoctrinamiento cristiano recibido en su infancia y juventud no logró erradicar de sus creencias. En un momento del relato, después de contemplar la paliza que reciben dos atanasianos a manos de unos exaltados arrianos (ambos cristianos, con opiniones contrapuestas sobre la naturaleza del cuerpo de Cristo y muy dispuestos a asesinarse masivamente por ello), el joven Juliano piensa: "Hasta un niño podía notar la diferencia entre lo que los galileos [los cristianos] decían creer y lo que en realidad creían, a juzgar por sus acciones. Una religión de hermandad y moderación que diariamente asesina a los que están en desacuerdo con su doctrina sólo puede ser considerada hipócrita, o algo peor." 




Y al convertirse en emperador, renegó del cristianismo e intentó, de múltiples formas, poner coto a la creciente hostilidad religiosa en el imperio. Trató de volver a la literatura griega, a los poemas homéricos como principal fuente de sabiduría, y proclamó la libertad de culto, arrebatando a la jerarquía cristiana el papel dominante y represor que había ido acumulando en las décadas anteriores. Pero en realidad no le gustaban nada los cristianos y empezó a tomar medidas contra ellos. La más llamativa, y quizá la más lógica: les prohibió enseñar gramática y retórica, en un intento radicalmente moderno de extirpar la religión de las escuelas.

Ciertamente, Juliano no fue un héroe. Adoraba al dios Sol, se creía la reencarnación de Alejandro Magno basándose en la teoría platónica de la transmigración de las almas y quizá habría acabado persiguiendo activamente a los cristianos, exasperado por su fanatismo y su voluntad de destrucción de toda la cultura clásica. Es posible que un solo hombre no hubiera podido cambiar el curso de la Historia, desde luego no tuvo tiempo de hacerlo en sus veinte meses de mandato. Pero fue la última resistencia contra la intransigencia y el terror. El último intento de acudir al esplendor cultural del pasado para reinstaurar un régimen tolerante con todos los credos que frenara la marea de odio y de culto al castigo que iba a asolar Europa durante una cantidad de siglos espeluznante. 

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