sábado, 27 de julio de 2013

A PARTIR DE AQUÍ, MONSTRUOS. (LA HORA VIOLETA)

La verdad, no tengo ni idea de cómo escribir una reseña de este libro.
Y ahora me doy cuenta de lo fácil que es escribir sobre libros que me gustan sin más, escoger los aspectos más relevantes de una trama, subrayar las sorpresas y cómo su estilo o su ritmo o sus personajes inciden en mi estado de ánimo y me animan o me atrapan o me conmueven.
Ahora pienso lo fácil que es escribir sobre cualquier otro libro y lo imposible que es escribir sobre éste.
En realidad no me atrevo a aspirar a recomendarlo, ¿cómo hablar de él? ¿Cómo vencer la resistencia del pudor y compartir con vosotros el dolor explícito de su lectura? ¿Cómo mostraros el libro como si os tendiera la mano abierta y una sonrisa? ¿Cómo invitaros a cruzar el umbral de todos los horrores para embarcaros en un viaje del que nadie que sea mínimamente sensible va a ser capaz de regresar indemne?
Quizá la solución momentánea sea limitarme a mostraros la primera página, el camino que se interna en el dolor sin nombre de este libro, más allá del cual hay un bosque denso y asfixiante donde viven los monstruos más inimaginables, para que vosotros valoréis la idoneidad de una huida o el riesgo del viaje.
Prometo que cuando haya conseguido asentar un poco mejor esta historia en mi estómago y me vea capaz, cuando me recupere del trance de su lectura y consiga encontrar el camino de vuelta, intentaré hacer la reseña imposible e impúdica que requiere La hora violeta.
El camino empieza así. Y lo dicho, a partir de aquí, monstruos.

Este libro es un diccionario de una sola entrada, la búsqueda de una
palabra que no existe en mi idioma: la que nombra a los padres que
han visto morir a sus hijos. Los hijos que se quedan sin padres son
huérfanos, y los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su
pareja son viudos. Pero los padres que firmamos los papeles de los
funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Somos
padres por siempre. Padres de un fantasma que no crece, que no se
hace mayor, al que nunca vamos a recoger al colegio, que no conocerá
jamás a una chica, que no irá a la universidad y no se marchará de
casa. Un hijo que nunca nos dará un disgusto y a quien nunca
tendremos que abroncar. Un hijo que jamás leerá los libros que le
dedicamos.
Que nadie haya inventado una palabra para nombrarnos nos condena a vivir
siempre en una hora violeta. Nuestros relojes no están parados, pero
marcan la misma hora una y otra vez. Cuando parece que el segundero
va a forzar a la manija horaria a saltar a la siguiente hora, ésta
vuelve a la anterior. Vivimos atascados en ese
no-man’s time,
en un pleonasmo de nosotros mismos, y en él evocamos aquel relato
fantástico e inverosímil, aquella tragedia barata llena de
artificios de guionista zafio, que nos encerró aquí. Yo la evoco
por escrito. Recuerdo este año de mi vida con la esperanza de fijar
su relato y no convertirlo nunca en un lugar común.
Mi hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó en el hospital, y estaba
a punto de cumplir dos años cuando arrojamos sus cenizas. Ese es el
tiempo que cabe en nuestra hora violeta. Ese es el tiempo que cabe en
este libro, que contiene todas las palabras que hacen falta para
nombrar mi condición.

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